“¡No soporto a los niños!”. A más de uno le hemos escuchado esa expresión. No soportan sus pataletas, sus caprichos, su proactividad, su desorden, su descuido, sus alaridos, etc. Su “naturaleza” de niños. Pero, no soportarlos al punto de vetarlos en lugares públicos, supuestamente habilitados para compartir en familia, es ya un punto de interesante discusión.
A raíz de una publicación reciente en el diario El Mundo de España, en donde se hace referencia al auge de la “niño fobia”, he resuelto escribir acerca de este tema a partir de sendas disposiciones que han tomado restaurantes en todo el planeta, los cuales han optado por no permitir el ingreso de niños o, sugerir mejor, no hacer reservas que cuenten con su presencia. Inquietante. Pero, respetable, quizá.
Podría ser reflexivo y perfectamente viable, tratándose de sitios estrechos, muy concurridos, sin la ventilación suficiente, y no aptos para niños inquietos. Porque los hay desesperantemente (“irremediablemente” mejor), hiperactivos.
Por ejemplo, el restaurante «Erre de Ramón» en Cartagena, no admite menores de 12 años; quizá por su limitado y exclusivo espacio, con bella vista en un décimo piso, pero que no cuenta propiamente con un espacio adecuado para ellos. Intuyo, que será por eso. En el caribe colombiano hay «hoteles boutique» (tipo «spa») de reputado nombre, exclusivamente para el goce y disfrute de personas de quince años en adelante.
Luego, la autonomía de cada establecimiento bien podría trazar unos límites en procura del bienestar de sus clientes, la armonía del entorno y la “seguridad” del mismo infante. Pero cuando más allá del ejercicio sensato empieza a avizorarse una absurda «aversión» a los pequeños, la cosa replica en un verdadero y agitado debate. Que a mi modo de ver, no me parece tan desatinado.
Los niños deberían ser bienvenidos a cualquier lugar que no haya sido concebido por razones elementales para adultos.
El restaurante, en donde uno de sus fines es la degustación, el esparcimiento, la integración, el goce y el disfrute en familia (o no), tal restricción podría resultar odiosa. Pero, un sinfín de experiencias podría darle cabida dentro de un decoroso racionamiento a esa limitante.
Con frecuencia vemos niños inquietos corriendo por restaurantes, atropellando meseros, incomodando comensales y demás. Cuando no haciendo berrinches, disparando alaridos insoportables y perturbando su mesa y todas las del entorno. “Irritantes chinos”. (Quizá a quienes con razón les provoque “estrangularlos”, olviden por completo que también fueron -fuimos- así). Pero bueno, la disertación es hasta dónde puede ser reprochable reservarse el derecho de reservarle mesa (valga la bendita redundancia) a las familias con niños, si es que lo es, e ir de paso allanando el camino a los verdaderos responsables, no de la restricción, sino de los arrebatos del párvulo, que muchas veces no es tan párvulo.
Así las cosas, prever riesgos de cualquier índole en lugares que no están hechos para infantes excesivamente “dinámicos”, reservándose el derecho de no admitir clientes que los tengan, no me parece insolente. Resaltando ante todo, que en un 90% de los casos, el chiquillo hiperactivo, fastidioso y grosero, no lo es por capricho propio, sino por una efectiva educación que de parte de sus progenitores o tutores ha brillado por su ausencia.
Los padres deben asumir la carga de educar a sus hijos, y si resolvieron traerlos a este mundo, es un deber irrenunciable. Y, si creen no poder hacerlo, que confíen en quien sí quiera y pueda. Pero exponer a pares y extraños trasladándoles esa carga “porque sí”, no tiene cabida.
Corolario de lo anterior, respetando cualquier otra lectura del asunto, el comensal en un restaurante de cualquier categoría no tiene porqué soportar las pataletas de un niño malcriado.
Hay que llenarse de paciencia y, ¡por supuesto, todos fuimos niños! Pero a los padres también hay que obligarlos a tomar responsabilidades, trazar códigos de conducta y, educar al ser que deliberadamente… resolvieron traer al mundo.
Y remato la columna afirmando tajantemente que, “mi derecho (y el de los míos), termina donde empieza el derecho del otro”. Si amo a mis niños, haré todo cuanto a mi alcancé esté para hacerlos felices en “nuestro espacio”, pero jamás amenazando, sacrificando o invadiendo el territorio de mi prójimo. (.)