Escribo para este medio porque acá se es libre para pensar y dejar que otros piensen como quieran, escribo para mí, sin tapujos, sin ruborizarme, pero sobre todo escribo para decir eso que miles de personas llevan por dentro y que quizá por la represión de todo este caos de mezquindad, doble moral y prejuicios de nuestra conservadora sociedad colombiana no pueden expresar abiertamente. Escribo este texto para mis amigos y amigas, ni putas, ni maricas.
Al filo de la media noche observo desde la ventana del piso 13 de un tradicional edificio en plena calle 22 con 13 (centro de Bogotá) en una de las zonas de mayor tráfico de drogas del país, cerca a “la piscina” y “el castillo” las dos casas de lenocinio que todo colombiano conoce o referencia por ser la escalera al cielo del “dinero fácil” y al mismo tiempo las puertas que conducen al infierno de las peores adicciones que un ser humano puede conocer, relacionadas con el abuso, los robos, el comercio de cuerpos desgastados por el vicio, el alcohol y la muerte.
Observo a personas dedicadas a la prostitución, mujeres, hombres, niños de todas las orientaciones y tendencias sexuales que juegan a ganarse unos pesos a expensas de su propia existencia, nadie sabe si el sol los encuentre con vida al amanecer en una de esas piezas que se pagan por horas.
Pienso en la desidia de un estado que no les ha brindado las garantías para un buen vivir alejados de esta podredumbre. La paradoja de esta postal se completa con un CAI de policía ubicado a tan solo dos cuadras, como custodiando un viejo edificio de la antigua TELECOM.
No sé si eran homosexuales, travestis o de esas personas que se visten para aparentar el sexo contrario (soy un pobre ignorante en estas diferenciaciones y con pena lo acepto, quizá para mí solo son personas), el caso es que de un momento a otro son atacados intempestivamente y sin mediar palabras por cuatro sujetos que se bajan iracundos de una camioneta. A pesar de que los trabajadores sexuales solo eran dos, les dieron con todo, parecía que les querían quitar la vida y marchitarles el alma mientras les arrebataban a golpes su dignidad. Una escena cruel y dolorosa.
Como pudo, uno de ellos salió corriendo en busca de la ayuda de los policías del cuadrante que les mencioné, mientras yo infructuosamente esperaba en el teléfono a que en el 123 alguien respondiera. Percibí lo increíble. Aquellos policías pedían más y más descripciones al desesperado que invocaba su ayuda, revisaban su cartera, parecían mofarse de su atuendo.
Creí entender que había claudicado en aquél S.O.S pues regresó de nuevo corriendo, llorando, gritando a socorrer a su amigo que seguía siendo víctima del vapuleo y los golpes. En esa eterna carrera de dos cuadras se topó con dos mujeres, ese tipo de mujeres que quizá los indolentes o ignorantes un día bautizaron como “de la vida alegre” quienes empujadas tal vez por ese instinto de supervivencia corrieron a su lado desenfundando algo de sus carteras (debían ser armas blancas) hasta llegar de nuevo a la confrontación.
No sirvió de nada su valentía, pues igual que a la primera víctima los cuatro tipos medio borrachos o drogados o quizá aparentando estarlo las atacaron con sendos golpes en el rostro, patearon sus cabezas, las arrastraron tirando de su pelo, esas mujeres se arriesgaron entregando aquellos valiosos 90 segundos al ser que clamaba piedad a unos monstruos irracionales.
Todo terminó. Cansados, saciados de sangre y con su pecho henchido por la humillación causada a sus semejantes se subieron al vehículo en el que llegaron y raudos se perdieron en la impunidad de la noche y la desigualdad. Jamás se acercó la policía. Nadie vino a rescatar a los cuatro infortunados quienes entre sollozos, costillas rotas, maquillaje ensangrentado y llanto, mucho llanto de impotencia y desolación entre ellos se abrazaban para mantenerse en pie arrastrando sus abatidos cuerpos.
Recordé en ese momento un slogan de la alcaldía anterior “en Bogotá se puede ser”, cinco palabras que reflejaban esperanza, inclusión, aceptación del otro sin distingos. Eso quedó en el pasado, parece que ni en esta ciudad ni en ninguna parte del país se garantiza la vida a quien se expresa libremente, a quien “sale del closet”, a quien defiende públicamente su condición sexual, a quien la modernidad ha llevado a encasillársele en la sigla LGBTI.
Deberíamos entender que no se trata de ser iguales, sino de aceptar la diferencia, acá el caso no es aceptarse, es sencillamente ser y dejar ser. Como dicen, es probable que aquellos que más persiguen y agreden al otro por su condición sexual o por desempeñar el tortuoso oficio de la prostitución, quizá en el fondo están tratando de ocultar sus propias frustraciones, miedos y tapujos morales. Mientras sigue creciendo esa afrenta que lleva a que diariamente maten mujeres por el hecho de nacer con una vagina, a lesbianas por no permitir que se les envuelva en un estereotipo o a los gays simplemente por el hecho de serlo.
Sería bueno avanzar en el reconocimiento de derechos, no se trata de darles más ni otorgarles privilegios superiores al resto, se trata de evitar que se les juzgue, critique y señale como si fueran bichos raros cuando muchísimos son mejores seres humanos que la mayoría de nosotros y nuestros prejuicios.
Hay que entender que en esta transición hacia la paz que tanto hemos esperado, también debemos desarmar el corazón y empezar por abolir el machismo, la discriminación, el odio y el rechazo a la diferencia y entender de una vez por todas que ellos son solo personas como cualquiera, que no son ni putas, ni maricas, solo personas.
*Ofrezco disculpas por los obvios errores típicos de un ignorante en este tema.