Desde principios de diciembre está ubicada en el centro de Madrid una gran valla publicitaria auspiciada por Netflix que ha generado polémica. Esta hace referencia a la popular serie “Narcos”, producida y emitida por la famosa plataforma de streaming que relata a su manera la historia de los carteles colombianos, tocando fibras sensibles de un país que apenas se recupera de aquella imagen mancillada por el narcotráfico.
Cuando se dio a conocer la noticia de la valla, el gobierno colombiano no demoró en hacer un gran reclamo ante el Ayuntamiento de Madrid solicitando que se retirara, pues la imagen alusiva a Pablo Escobar y el eslogan en doble sentido de “Oh, blanca navidad” no son del todo un apelativo muy apropiado en conjunto. Sin embargo, el Ayuntamiento de Madrid se opuso a retirarla, pues a pesar de la polémica surgida en torno a la valla, esta no incumple con ningún parámetro técnico o estructural.
Siempre que se habla de Colombia o en especial de Medellín en el exterior, cruzamos los dedos para que no se mencione el tema del narcotráfico, como si fuera algo de lo que no se debe hablar, que ofende y que se puede esconder bajo la alfombra para que la visita ni se percate de que está allí.
Me cuesta creer que casi 26 años después de la muerte de Pablo Escobar, nos sigamos indignando tanto con una figura de nuestro pasado con la que tal vez ya nos deberíamos comenzar a reconciliar. Es un juego de doble moral donde por un lado despreciamos todo aquello que nos vincula a la cultura narco pero a su vez, nos valemos de ella en el día a día con su forma de pensar, obrar y ver el mundo.
Mi generación, los nacidos de 1994 en adelante, podemos decir que no vivimos el gran auge del narcotráfico que envolvió el país en los años 80’s, pero sí convivimos con las secuelas que dejó y se han transformado en toda una revolución cultural, como lo dijo Gustavo Álvarez Gardeazabal (1).
Es en este escenario donde para los colombianos surge una doble moral que nos corroe y nos lleva a pelearnos con un pasado que no queremos aceptar del todo, porque mientras nos enfrascamos en querer borrar aquella imagen cliché de los carteles practicamos y vivimos dentro de todas las repercusiones que ésta ha dejado en actos de la vida cotidiana. Por ello, lo narco ha trascendido más allá de un simple conflicto y se ha convertido en parte de una cultura que vemos hoy en día replegada en libros, películas, seriados y formas de actuar, pues pasó de ser algo de los pobres arribistas que nunca tuvieron “clase”, “buen gusto” o una referencia en un club campestre que los acredite como “gente de bien” a un comportamiento propio de los ricos y famosos de nuestro país.
El Narco-lifestyle se arraigó en el imaginario cultural colombiano lo suficientemente fuerte como para que sigamos pensando que gracias al dinero cualquier ley tiene precio (o un Nobel se puede comprar) porque «la ley debe servirme es a mí»; que todo es válido con tal de ascender en la escala social, porque cabe recordar que usted es alguien de la alta sociedad colombiana si va a las frijoladas de Olguita Duque de Ospina o a los sancochos de Rosita Jaluf de Castro; y que el éxito es directamente proporcional a la cantidad de bienes materiales que se exhibe en ostentosas decoraciones Kitsch, porque una tina de oro en forma de concha siempre es sinónimo de triunfo.
Todo es válido con tal de salir de pobre, con tal de cambiar de imagen y nadie entiende mejor el concepto de resurgimiento que la ciudad de Medellín y los paisas, pues han luchado incansablemente contra sí mismos para cambiar ese estereotipo de la capital de los carteles; apostándole a una transformación educativa, social y cultural por medio de la construcción de bibliotecas, colegios, lugares de esparcimiento para la comunidad y un sinfín de festividades culturales o grandes eventos que se realizan cada año en la ciudad. Esta cruzada emprendida por las administraciones municipales desde el comienzo del milenio parece encaminada a un solo objetivo: que se evite mencionar el nombre de Pablo Escobar como el primer referente que se tiene de Medellin.
A pesar de todos estos esfuerzos no hemos logrado desligarnos de aquel Narco-Lifestyle y el movimiento cultural que envuelve y fascina a cualquier foráneo que llega con ansias de conocer sobre aquel hombre que tuvo en jaque al mismísimo gobierno nacional y sus aliados; y como ningún paisa es bobo para rebuscársela de cualquier manera, le tienen a $90.000 pesos el “Pablo Escobar Tour”. Incluso, a pesar de que la mayoría de habitantes tenga una mala percepción de Pablo, es común encontrarse en el centro de la ciudad con pequeños negocios que venden camisetas con su rostro, stickers o las primeras temporadas de Narcos, El Patrón del Mal y El Capo en DVD porque a pesar de que nos molesta, nada vende tanto como lo narco.
Pablo Escobar como hombre podrá haberse ido, pero su legado como mito urbano se ha alimentado y nos acompañará por un buen rato, por lo que deberíamos comenzar a aceptarlo de una buena vez y vivir con él, así como aprendimos a vivir con el constante enfrentamiento Álvaro Uribe – Juan Manuel Santos en los últimos años.
Finalmente, hemos llegado a una dicotomía entre una cultura que ya acoplamos como parte de nuestro diario vivir, pero cuyo origen todavía seguimos estigmatizado, catalogando como algo que nos asusta comprender de fondo porque desde una clase más alta nos han dicho que no es correcto, la misma que muchas veces recae en aquellos comportamientos que profesa detestar.
Creo que lo más recomendable al caso sería que aceptemos de una vez que somos todavía un país narcocultural , que nos fascina la ostentación, las escenas de “usted no sabe quién soy yo”, el trato de Doctor aunque no tenga un doctorado pero se vista de corbata y llegue en un carro estridente a todo lado, las casas decoradas pomposamente para buscar dar legitimidad de un estatus social dentro del cual no siempre se nace y, por sobretodo, la percepción de poder ilimitado que genera una gruesa suma de dinero en los bolsillos.
Es preciso que reconozcamos que somos parte de una cultura narco y que rasgarnos las vestiduras con exclamaciones intelectuales para tratar de evadirlo, no será la solución al problema, porque tal vez cuando nos veamos al espejo y comprendamos sin recelo alguno que esa imagen es parte de nosotros, trascenderemos culturalmente en nuestro imaginario de nación.
1. Álvarez Gardeazabal, Gustavo, Especial «Estética y narcotráfico», Revista Número, 7, 1995.