Columnista:
Diego Luis Amaya
Hace unos días en mi cuenta personal de Twitter traté de dar significado a este término: “NARCOCRACIA”, que debería, en mi opinión, aparecer ya definido por la Real Academia de la Lengua, del mismo modo en el que se definen palabras como plutocracia, tecnocracia y otras que de manera fonética se puedan parecer.
¿Pero en sí qué es la narcocracia y cómo entenderla? ¿Es un estilo de vida? ¿Una forma de Gobierno? ¿Un modelo económico? ¿Una clase social?, pecando de ecléctico creería que abriga un poco de todos los interrogantes. Sin embargo, para no adentrarnos en terrenos de experticias idiomáticas, dejaremos de lado su significancia desde la raíz etimológica, de modo que podamos ahondar mejor en cómo y por qué surge.
Recibiendo el beneficio de la duda, podríamos empezar por mirarla desde el punto de vista de la clase social. Un país demográfica y socialmente seccionado de manera piramidal para clasificar su población por estratos o clases sociales no podría separar a la narcocracia de esta división distintiva, lo que significa que a la pirámide social le cabe un peldaño más arriba.
A partir de los años sesenta comienzan a desarrollarse en Colombia una serie de actividades ilícitas que se inician con el contrabando desde la zona norte del país, posteriormente para la siguiente década y, particularmente en la misma región, surge el fenómeno de la “bonanza marimbera”, actividad consistente en la exportación de marihuana prensada hacia los EE. UU., al tiempo que hacia el centro del territorio nacional y ya finalizando los 70, le compite la explotación irregular de esmeraldas, actividades que se convirtieron en una de las fuentes de ingresos más fuerte y sólida y que fue la vía por la que muchas familias derrotaron el hambre y la miseria; recibieron el “permiso” de convertirse en excéntricos personajes arropados en fantásticas sumas de dinero que como en la novela de Juan Gossain, La mala hierba, pesaban en costales porque no alcanzaban a contarlo.
Surgen entonces estas acaudaladas figuras que peyorativamente se distinguieron con remoquetes como: “mafiosos”, “esmeralderos” o mágicos”, pero que fueron asentándose dentro de las élites y aceptados en sus clubes sociales, al fin y al cabo, el aroma del dinero y el brillo del oro cargado hasta en los dientes de sus exponentes, sedujo más que un fino perfume y, a la postre, sirvió para mutar de mafiosos a distinguidos “empresarios”.
La materia no se destruye, se transforma, nos enseñó un postulado científico, y efectivamente es lo que ha ocurrido con nuestra sociedad, que ya entrada en los años 80, vio cómo aunque el negocio de la esmeraldas se sostenía, el de la marihuana fue dando un espacio, sin desaparecer, a la cocaína; sustancia maldita, más perversa, atrevida y audaz que ha tenido la capacidad de permear todas, absolutamente todas las estructuras y poderes del Estado; ni el nido de la perra se ha salvado de la nefasta influencia de tan malévolo elemento. Por su cuenta y, desde entonces, el país y el mundo han sido testigos, mudos algunos y otros sufridos, de la inclemente guerra desatada por el control del negocio entre los distintos carteles que van apareciendo en la medida en la que otros van muriendo.
Pablo Escobar, sin duda, líder natural del Cartel de Medellín, se erigió como la figura representativa de esa industria porque supo explotar de manera muy inteligente todo ese potencial maquiavélico que tenía impregnado en su ADN, para él toda forma de lucha fue válida y eso incluía comprar la consciencia y el apoyo de quien fuera necesario; es así como militares, policías, jueces, magistrados, curas, empresarios, periodistas, políticos y, hasta un gran sector del pueblo, muerto de hambre y lleno de necesidades hasta los tuétanos, se dejaron seducir, se dejaron enamorar por el poder del dinero fácil y se arrodillaron ante los caprichos del criminal, sin remordimientos recibieron la bendición de su mano caritativa; los que fueron esquivos a sus amores, sencillamente se murieron bajo una lluvia de plomo y bombas disparadas y activadas según sus órdenes.
En vida Escobar tuvo el deseo de la política, lo intentó y llegó a ocupar un escaño en el Congreso de la República en 1982, anhelaba llegar a la Presidencia de la República, quería el poder político, no para servir al pueblo, sino para poner el Estado a su servicio con la promulgación de leyes que favorecieran su negocio, la muerte lo evitó, pero su sueño no se frustró porque en ese proceso de transformación, personajes como Álvaro Uribe Vélez, ascendieron de los infiernos para hacer realidad el sueño de Escobar.
El hijo de un narcotraficante, socio de Escobar y de los Ochoa Vásquez, miembros del Cartel de Medellín durante los últimos 30 años, ha logrado fortalecer esa estructura social emergida décadas atrás. Desde la política, la industria, la farándula, los medios y el periodismo, la Iglesia, el deporte, la justicia, las Fuerzas Militares y de Policía y, sin duda un sector de la población hambrienta y necesitada, abstraída en su discurso pendenciero, le rodea con hombres y mujeres como él, herederos del maldito “emprendimiento”; forjados a partir de los antivalores, codiciosos, sedientos de poder, con la necesidad de ser visibilizados por una sociedad obnubilada que los adula, amantes de la lujuria y el placer, hedonistas por antonomasia, tramposos, mentirosos, tramuyeros y egoístas. A diferencia de los extravagantes mafiosos y esmeralderos de los 70 y 80, estos son más cultos, de mejor gusto al vestir, al comer y al comportarse en público, no en vano se hacen llamar “gente de bien”; pero al final son fáciles de distinguir porque su personalidad la hallamos muy bien conceptuada en las letras del compositor Rubén Blades: “gentes de rostros de polyester que escuchan sin oír y miran sin ver, gente que vendió por comodidad su razón de ser y su libertad”.
La narcocracia es pues, sin lugar a dudas, ese selecto grupo que se instaló en lo más alto de la cúspide de nuestra pirámide social y está allí porque le vendió su alma al diablo y, a cambio, obtuvo el poder para mantener la hegemonía de su negocio. Definitivamente un sueño hecho realidad.