Columnista:
Felipe Marroquín
¡No lo maten! ¡Suéltelo! ¡Se lo están llevando! ¡Estos hijueputas están disparando! ¡Ábrame, ábrame! ¡Me estás apuntando! ¡Ayúdenlos, le están disparando a la gente! ¡Nos están matando! ¡No se lo pueden llevar! ¡Diga su nombre! ¡Mi nombre es… Cédula…! ¡La Policía está matando a la gente! ¡Únanse con nosotros, somos un solo pueblo! ¡Mire como le pegan! ¡Es mi hijo! ¡Llegaron los del ESMAD a matar! ¡Cuidado, desde ese maldito helicóptero, están lanzando gases! ¡Tenemos cuatro heridos en una casa!
Ocurre durante el paro nacional en un país que cuelga, aquí, al sur de América, dibujado en el mapa como un brazo victorioso sobre La Guajira con vista al mar. Un país fracturado por décadas debido al conflicto armado. Un país que resiste, todavía, tendido como un animal que se despierta por el ruido de las balas, la fuerza de las botas con camuflado que patean con furia, y el grito de una madre que pierde a su hijo. Hasta los picos de las tres cordilleras que atraviesan al país, llega el eco del llanto de quien lo llora. Y, abajo, sobre alguna calle un cartel que hace unos minutos era sostenido por dos brazos jóvenes con esperanza, dice: ¡Mamá salí a defender mi patria, sino regreso me fui con ella!
Hay un hombre que grita desesperado la Policía Nacional viene doblando la calle matando a civiles. ¡Asesinos, asesinos! Gritan desde las ventanas. En las calles corren porque las motos del Estado se llevan todo por delante. Allá afuera los de chaleco verde disparan contra una masa.
La función del gas lacrimógeno, sabemos, es inhabilitar la acción, irritar la vista: no hacernos ver con claridad. Pero, también, es incapacitar las ganas de un pueblo que quiere ver de otra manera. Y, por estos tiempos y los que vendrán, seguramente nos mantendremos en pie al gas que por todas partes quiere nublarnos la transformación de un país si se trata de un espíritu nacional.
¡Pum! ¡Pum!
Un joven de chaqueta azul se desploma. Sus amigos tratan de correr para auxiliarlo. ¡Ya está muerto, ya está muerto!, dicen.
¿Cuándo dejamos de reconocernos para atacarnos? ¿Cuándo no comprendimos que al matar al otro también hablaba nuestro mismo idioma? ¿Cuándo la fuerza pública perdió su función de preservar el bienestar de los ciudadanos y se armó contra nosotros? La fuerza pública sale en posición permanente con rabia a las calles, por estos días, y se les nota: apuntan sus armas sin inhumanidad. Disparan decididos. ¿Cuándo perdieron lo humanitario?
A ustedes les consta:
¿Cuándo nos dividimos? ¿Cuándo dejamos de decir ayúdenos por no me mate?
Somos una nación fatigada. Eso somos.
Y esa es la palabra: fatigados. Llevamos décadas en una debacle constante. Somos una sociedad manipulada por las astucias de los políticos y el establecimiento corrupto. Somos una generación que conoce una sola posición política en el poder y sus andamiajes con los medios de comunicación que se alinean con sus acciones salpicadas de sangre, noticias falsas, y realidades retorcidas a sus convenios. Somos una generación que carga el peso de los fusiles que tronaron décadas, y somos la misma generación recogiendo los pedazos del proceso de paz que en su mayoría, la elite de este país, el poder de algunos cuantos, lo deshoja, lo tala con sevicia, para que los hijos de los estratos 1 y 2 vayamos a la guerra. No somos nada más que eso: un país de señores políticos, señores empresarios, que caminan con la hostia en la boca recibida unos minutos antes —y de mucha corbata— para luego comulgar con el diablo. Somos una generación fatigada por el horror de la guerra, el sicariato, los asesinatos selectivos, el desempleo, y el exceso de la fuerza pública.
Pero —siempre habrá un pero que lo cambie todo, que dinamite lo que era y se convierta en otra idea, en otra imagen, en otro canto, en otra manera— los colombianos como nos fatigaron tanto de las mil maneras posibles, queremos, ahora, agotarlo todo: cambiar el sentido de un país, no vivir a lo tonto; quiero decir, ya no mirar para otro lado «como quien no quiere la cosa». Ya no es fácil simular; por muchos años nuestros taitas y los suyos lo hicieron por miedo —simularon— pero en los últimos años no hay miedo cuando el daño es más grande y los gobiernos mostraron la obviedad: ineficacia absoluta.
¡Qué vivan las putas! ¡Qué vivan! Porque las maricas tenemos los huevos de Duque. ¡Despejen vías! ¡Plomo, plomo! ¡Otro herido! ¡Están dando bala! ¡Ey, ey, ey! ¡Ay, mirá! ¡Métase, hombre! ¡Se devolvieron! ¡Cierre! ¡Amor, ayúdemelo!
Por cada joven muerto por cascos de balas provenientes del Estado es una idea perdida para el país, una cicatriz que nos convierte en colombianos huérfanos: todos perdemos. Una bandera tricolor de hilos con sangre será agitada y un himno siempre será coreado por los que mueren, por estos días, y por los que murieron en la horrible noche que no cesa.
¿Libertad sublime?
Si hablamos de libertad en Colombia es declararse otro frente al rebaño. Si alguien la asume es etiquetado, es condenado y excluido. La libertad en un país como Colombia es una manera de convertirse en «terrorista», «anarquista», «petrista», «izquierdista», «guerrillo», «comunista». ¿De cuándo acá expresar ideas, mostrar inconformidad, en la comunidad, sin ir tan lejos, nos hace enemigo del Estado? ¿De cuándo acá lo permitimos? ¿De cuándo acá las comodidades de algunos expresan libremente las conductas de otros que viven en su mayoría en la indignidad y miseria?
¡Ellos no estaban haciendo nada! ¡No les peguen! ¡Ustedes se los llevan y los matan!
El escritor colombiano William Ospina lo dijo en Lo que le falta a Colombia:
«el Estado colombiano presenta dos características contradictorias: es un Estado que no existe en absoluto, y es un Estado que existe infinitamente. Si se trata de cumplir con las funciones que universalmente les corresponden a los Estados: brindar seguridad social, brindar protección al ciudadano, garantizar la salud, la educación, el aseo público, la igualdad ante la ley, el trabajo, la dignidad de los individuos, reconocer los méritos y castigar las culpas, el Estado no existe en absoluto. Pero si se trata de cosas ruines: el tesoro público, atropellar a la ciudadanía, perseguir a los vendedores ambulantes (…) lucrarse de los bienes de la comunidad y sobre todo garantizar privilegios, el Estado existe infinitamente».
El 2 de mayo, Duque militarizó al país. Esa dicha «asistencia militar» es sinónimo de un miserable Gobierno represor. No tener la disposición de mantener un diálogo con los ciudadanos demuestra quién es el patrón. ¿Para qué sirve un Estado? ¿Cuál es su espíritu nacional? ¿Qué somos para un Estado?
De todos modos, la palabra colombiano es una palabra que perdimos por el narcotráfico. Es una palabra corta: muy precaria. Inestable. Insegura. Impredecible. Violentada. Abusada. Manipulada. Doblegada. Amputada. Utilizada. Ordenada. Adulterada. Suficiente, sí, eso es: suficiente para recuperarla y decir con orgullo, con placer, con intención, con gusto: somos colombianos.
¡Llévame contigo hijo!, grita una mujer al fondo en un callejón sin salida.