Columnista:
Diana Abril
Ayer me desperté a eso de las 10:00 a. m., después de pasar una noche de insomnio. Recordé hace unos meses cuando inició esta pesadilla por la que debí hacer varios cambios en mi vida. Me acordé de mis desvelos por la preocupación de lo que sería el futuro incierto que me depararía a mí, a mi familia, a mis amigos y a todos en el mundo. No supe en realidad lo que no me dejaba dormir, pero meditaba sobre lo que ha cambiado desde la pandemia y en las personas que en este momento se encuentran limitadas en su trabajo y deben volver a entrar en una crisis de la que aún no han salido. Se me venían a la mente, además, las peores noticias: los actos de corrupción; los datos de los infectados por el coronavirus; las masacres; los asesinatos de líderes sociales, ambientales y excombatientes; los asesinatos por robo, y lo más aterrador; los asesinatos y violaciones de las niñas y de muchas mujeres que pareciese, por las cifras, fuesen más proclives a este flagelo.
Mejor dicho, pensaba en todas las injusticias que ocurren a diario en este país: empezando por el desempleo hasta los más graves delitos cometidos por los que muchos, en algún momento nos hemos visto afectados. Como cualquier ciudadano en esta época, no quería ver más noticias tristes, deprimentes e injustas.
A fin de aliviar mi angustia, reflexionaba, con relación al desempleo en que así como hay personas que no cuentan con un trabajo estable, otras, han aprovechado la coyuntura y concretado sus ideas con el objetivo de obtener mejores ingresos. Ello, a partir de las necesidades identificadas en las personas u organizaciones. Por otro lado, y como dato positivo, una de las noticias que vi es que la crisis hizo que aumentara la disposición de las familias colombianas de comprar vivienda. Supongo que algo que influyó es el tiempo del que algunos dispusieron para realizar los respectivos trámites, pues así lo oí de personas cercanas. Algo sorprendente en medio de esta situación.
Pero lo que en realidad no me dejó dormir fue pensar en los que contamos con la dicha de tener una profesión, un posgrado, y en ocasiones no vemos los resultados como quisiéramos. Cartones y cartones, adornados de diferentes tipologías de letra, se van acumulando, y ni si quiera se enganchan en la pared. Parece que eso es lo de menos en lo que sí es lo de más: un mundo globalizado, cambiante, y en el que ya no importa qué tantos estudios tenga un individuo. Es claro que hemos de adaptarnos a esos cambios y encontrar alternativas, que aun cuando no tengan nada que ver con nuestra profesión, lo importante es «generar ingresos» y aportar al aparato productivo; sea ejerciendo o no lo que estudiamos.
Sea como fuere, el estudiar un pregrado o posgrado que cuesta entre unos tantos y miles de millones de pesos, más el tiempo invertido que se podría tasar, también en dinero (es lo que dicen los expertos), es igual que comprar un billete de lotería y esperar los resultados como quien espera un milagro. Pareciese que solo estuviésemos hablando de buena o mala suerte. Sí, lo sé, no es solo recibir el diploma y hacerse millonario; hay que trabajar. Pese a todo, siempre pensé que estudiaría por nutrirme, y no por conseguir dinero. Y sí, muchos de mis conocimientos han sido útiles en otras labores, y mis estudios han servido en mis trabajos. Aun así, a veces, me surgen grandes inquietudes con respecto al tema educativo. ¿Vale o no la pena estudiar? Gastar cinco, diez, quince años, o toda la eternidad para conseguir unos pesos. No sé, ahora observo un panorama gris con relación a ello.
Mi madre, con su ejemplo, me inculcó el estudio, y ahora, después de llevarme la delantera en todos los aspectos, hace algún tiempo ha iniciado un camino al crear empresa, lo que supone que tantos estudios no la ayudaron a cumplir sus objetivos. No obstante, pueden haber contribuido para un mejor raciocinio a la hora de emprender y tomar decisiones al respecto. La conclusión, en ese sentido, es que el enfoque debe ir encaminado al emprendimiento por encima de los estudios con los que se cuenta (si es que se tienen), y que a pesar de la influencia de los demás, para mi caso, el ejemplo de mi mamá ha generado en mí nuevas perspectivas frente a ello.
Sí, estudiar, a veces ayuda, pero personas que poca educación académica tienen han logrado obtener dinero de sobra, y no gracias a la academia, sino a sus apoteósicas ideas; no perdieron su tiempo «quemándose las pestañas». Aquellos empresarios millonarios, cuasimillonarios, o con algo de dinero, aprovecharon el tiempo para conseguir ingresos, producir y crear ideas de negocio que solucionaran necesidades. A ellos, que con sus mentes brillantes generaron empleo y ayudaron en el desarrollo de Colombia o de otros países, los admiro; siempre y cuando sus métodos se hayan hecho por las vías legales.
Un ejemplo de emprendimiento es la historia de Beatriz Fernández y Eduardo Macías, fundadores de Crepes & Wafles, cuyo exrector Rocha, del Colegio de Estudios Superiores de Administración, en el que estudiaron, le dijo a Fernández en sus tiempos de estudiante: «¿cuatro años de carrera para terminar como vendedora de mostrador?». Tiempo después la felicitó por dejar el nombre del CESA en alto. Hay que mencionarlo: esa frase de Rocha tiene cierta verdad y en muchos casos aplica. Otro ejemplo es el relacionado con el empresario y millonario, Mark Elliot Zuckerberg, dueño de Facebook, quien abandonó sus estudios en la Universidad de Harvard. Su idea, al igual que la de los fundadores de Crepes & Waffles surgió en el claustro académico. Por supuesto, estamos hablando de dos universidades de renombre, esa parte pudo haber influido.
Aparte de mis pensamientos, y en medio de mi interminable insomnio, lo que, además, me generó un poco de malestar, indignación y frustración fue lo referente a la remuneración de los congresistas, aumentada hace poco y que ha hecho a la vez, que varios de ellos incrementen sus arcas a 48,1 millones de pesos mensuales, fuera de las comisiones y coimas que reciben. Su salario ha aumentado en un 94,7% en los últimos diez años. Eso ganan; nada más y nada menos que los «legisladores de este país», a los que les exigen solo unos cuantos requisitos a fin de ser elegidos.
Según la Constitución Política, en el caso de los senadores, se requiere: ser colombiano de nacimiento, colombiano en ejercicio y tener más de veinticinco años de edad en la fecha de la elección, y en el caso de los representantes: ser ciudadano en ejercicio y tener más de veintitrés años de edad en la fecha de la elección. Es decir, con solo estudios en los niveles de Párvulos, Prekinder o Kinder se puede ser congresista y decidir por cada habitante de Colombia. Aunque bueno, al fin y al cabo, sin nociones de estudio y la experticia que deberían tener, fuimos nosotros quienes así los elegimos.
Ahora bien, aparte de las exageradas «retribuciones» de los parlamentarios, ya sabemos el resto: sus gastos de representación o viáticos; la asistencia de solo ocho de los doce meses del año a las sesiones en el Congreso; el pago de la prima por un mes y demás aspectos como lo denunciado por varios parlamentarios, quienes han impulsado la reducción de su salario en el Congreso, pero no ha tenido éxito. De cualquier modo, los congresistas, que en varios casos cuentan con pocos conocimientos académicos, legislan, han decidido y lo seguirán haciendo por quienes nos gastamos esta vida y la otra estudiando, lo que ahora no sé, si a estas alturas del partido valió o no la pena hacer.