Mi ídolo de barro

Opina - Judicial

2016-03-29

Mi ídolo de barro

Hace un lustro, Luis Eduardo Montealegre Lynett concentraba mi atención, y la de toda una generación de abogados, por la grandeza de su pensamiento jurídico y  por su reconocida  inteligencia. Sobresalía en las aulas, en sus conferencias y en sus libros. Representaba el sueño colombiano de cualquier joven con el deseo de ser abogado.

Con figura física menudita de aspecto algo monástico y tímido, llegó de Ibagué a la capital de la Republica, procedente de una familia sencilla y honesta. Destacado estudiante universitario que a punta de becas y dedicación se ganó el afecto y el respeto de sus profesores, quienes se convirtieron en sus mecenas para impulsarlo a completar su formación académica  en universidades de Alemania y llevarlo de la mano a las más altas posiciones en la estructura de la justicia colombiana; dejándonos una lección: todo sueño se puede hacer realidad.

Sin duda, Eduardo Montealegre ha sido a lo largo de su vida un hombre con sueños de grandeza, visionario y audaz, lo cual es legítimo y necesario para ayudar a transformar una sociedad. La vida le brindó esa oportunidad cuando llegó a ser designado fiscal general de la Nación, el segundo cargo más poderoso del país, luego de atravesar una crisis institucional por cuenta de sus predecesores.

Con su llegada nos imaginamos un fiscal idóneo, serio, grande, garantista, defensor de los DD. HH. de los procesados; sin mácula de ninguna índole, independiente de los intereses políticos y clientelistas, que convirtiera a esa institución en un ejemplo de administración de justicia del sistema penal acusatorio, y que llegaría a ponerlo ajeno de las amenazas estructurales que le  han impedido su efectividad a lo largo de dos décadas de operación. La decepción ha sido casi dolorosa.

Yo leí su libro El proceso penal escrito con Jaime Bernal Cuéllar, especialmente el extenso tomo II, en su capítulo de  detención preventiva. Me sorprendí, cuando asistí a algunas audiencias de imputación, de acusación y de juicio, al oír que sus fiscales delegados argumentaban todo lo contrario de lo que estaba escrito en su libro, pues estaban convirtiendo la figura procesal de la detención preventiva en una norma de aplicación general. ¡Qué incoherencia!, especialmente cuando su obra  de derecho penal, la ayudó a escribir su vicefiscal Perdomo, su asesor Camilo Burbano, y algunos altos directivos de la institución.

Se derrumba uno al ver que ni siquiera aplican lo que ellos mismos habían escrito en su libro para formar a las nuevas generaciones de abogados.

Lo anterior, en la operación del sistema acusatorio, ha provocado la crisis humanitaria, sanitaria y de salubridad  más grave en el sistema penitenciario, pues las cárceles se llenaron de sindicados e imputados, cerca de 30.000 durante el periodo de Montealegre, a los cuales, posiblemente, se les han violado los DD. HH. fundamentales como la dignidad humana, la libertad, la presunción de inocencia y  el debido proceso.

De reconocerlo como un académico  garantista, se transformó en el fiscal general carcelero más grande de la nación. Esto se explica, en que la cárcel da muchos créditos mediáticos y envía el mensaje equivocado a la sociedad de que la justicia equivale a presidio, y de esta manera además, se presiona a los jueces en su independencia e imparcialidad.

Esa imagen menuda, tímida, sencilla y monástica en envoltura de nerd de Montealegre Lynett fue arrasada por el tsunami protagónico que producen los medios de comunicación, tan irresistible a la vanidad humana y engrandecida por un cerco de colaboradores voraces de figuración, que aplauden eufóricos su desmedida codicia de poder.

Pero qué ironía: ese abrumador y envolvente carácter mediático, se convirtió en su perdición y explosión de su soberbia, pues los mismos medios de comunicación que lo adulaban, le cayeron sin miramientos al denunciar unos contratos que suscribió con una columnista de opinión en cuantías millonarias que tienen asombrado al país y que se han calificado como actos de despilfarro y corrupción.

El rector Solanilla, a quien Montealegre nombró para dirigir la Universidad de la Fiscalía, ha denunciado a Montealegre como clientelista y poco garantista, dejándolo muy mal parado cuando se ha dicho que el caprichito de la “universidad” ha sido un monumento al despilfarro.

Asimismo, la prensa en todos sus géneros le denunciaron sus asesorías en Saludcoop –hoy liquidada por malos manejos– quedando en el ambiente la manipulación de su defensa como una jugada astuta de dialéctica jurídica, para declararse impedido en los asuntos relacionados con su excliente Diego Palacino, con quien compartía en Villa Valeria (conjunto residencial de lujo en el Meta construido por Palacino) vecindario de suite y una antigua amistad.

Adicionalmente sus asesorías antes de ser fiscal en los negocios de  grandes empresarios que han estado ligados a escándalos judiciales, lo han desgastado en su patrimonio moral y en lo que ha pasado con muy bajo perfil.

El Montealegre fiscal general es otro, es un hombre soberbio y poderoso al que se le atribuye influencia para decidir sobre la reelección del presidente de la República, magistrados en las altas cortes, Registrador Nacional del Estado Civil y otros altos funcionarios.

Muy seguramente influirá en la elección de su sucesor, porque él considera que ha sido el guardián jurídico del proceso de paz  y supone que su legado debe continuar en el posconflicto.

Conviven en mi memoria dos Montealegre Lynett. Uno, del que solo queda añoranza y el otro, que me recuerda la película El abogado del Diablo y la expresión de Al Pacino, interpretando a John Milton, cuando le dice lapidariamente a Keanu Reeves, quien interpreta al joven abogado Kevin Lomax: “La ley, hijo mío, está metida en todas partes y es el mejor salvoconducto. Es el nuevo sacerdocio”,  y  “la libertad, querido, es no tener que decir lo siento”, tan solo que Milton era más carismático, pero menos mundano que Montealegre, mi ídolo de barro.

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Liliana G.
Abogada Penalista. La cárcel no resocializa, sólo margina a sus internos, fortalece y acentúa la carrera criminal.