Autor: Eduar Said Beltrán
En Colombia protegemos la democracia, no la aplicamos. Donde no llega el Estado, llegan los paramilitares, la guerrilla, las bacrim o las disidencias a cobrar deudas impagas, con fusil en mano y amenazas en boca, el jefe y sus canallas van haciendo gala de sus fechorías, probando ser el “Mandamás” ya sea acusando a alguien de colaborador, de soplón o jugando en plena palestra pública con la cabeza de algún ingrato desafortunado que le tocó la mala fortuna de ser el balón de fútbol.
Se dice que, desde pequeños, los pobres cargan una lápida atada a su espalda: primero pasan por el cementerio antes que por la escuela.
El malsufrido destino de estos intrusos de piel oscura —negros, mulatos, campesinos, pobres, indígenas y mestizos— extraños en su propia nación y exiliados en una tierra que los reniega, es el fruto mismo de un país inmerso en la paradoja del conflicto armado.
Tan rentable, tan adictivo y consumible, que ya hace parte de la cotidianidad misma de la realidad, donde la violencia es el precio de la comida y el espectáculo el engendro que la publicita sin excepción: ¡Extra, extra! ¡Alerta Bogotá! ¡Cayó cabecilla!
Mientras los malvividos corren una maratón por sus vidas, en las grandes urbes, metrópolis de cemento, los civilizados la deleitan como plato frío, mientras avanzan en sus sarcófagos de metal, atascados en el tráfico incesante de las luces de neón. El mismo sistema que da de comer, quita para vivir.
Desde la cuna hasta la tumba todos los pobres siempre tendrán el estigma de ser los culpables, para los ricos todos son inocentes hasta que el dinero se les agote. En las veredas, en los pueblos y las rancherías, los niños ya no juegan a las escondidas, juegan a esquivar balas y sobrevivir. Y los que están en el medio, los que siempre están jodidos, ni aquí ni allá son los que peor la pasan, ya que siempre llevan del bulto; los camuflan, los usan para subir las cifras en las estadísticas e incrementar los votos en las urnas. Donde generales de cuatro soles se pavonean, impunemente, agazapados, cada cuatro años trasladando muertos a los comicios o buscando ascensos positivos.
Si algo ha demostrado la historia colombiana es que siempre ha educado con el ejemplo, el instrumento más efectivo para el control social y el pensar distinto; —También en toda América Latina— es la filosofía del tiro y el garrote. Los latinoamericanos padecemos el síndrome incurable del miedo, el pánico y la amnesia.
En los años cuarenta, lo decía Jorge Eliécer Gaitán, puño en alto y rodeado de una gran multitud, rompiendo el frío incesante de la capital, sin mover los párpados y acompañado del calor de las antorchas, con el palabrerío del pobrerío, que reformaría las normas agrarias. Poco le alcanzó y poco le duró al alto caudillo la nueva víspera y el azote de su lengua contra aquellos que denunciaba. Para esa época rugió una avalancha humana, erizada furibunda anunciando: ¡ha muerto! Bogotá se convertía por tres días en un huracán de fuego e ira.
Mientras avanzaba el siglo, las carnicerías humanas cobraban las vidas de muchos para el bienestar de unos cuantos.
El Ejército y la Policía llevan consigo guardados en cada cartuchera una masacre a lo largo del territorio nacional, porque mientras haya con qué pagar las víctimas, se seguirá asesinando. El negocio lucrativo del crimen y la arbitrariedad es el reflejo de nuestra identidad cultural.
El mercado de la seguridad pública perpetúa la injusticia y el código moral condena a los inadaptados sociales. Con los nuevos pactos nacionales, resurgieron no solo nuevas ideologías, sino también nuevos hombres dispuestos a encarar al nuevo enemigo. Un monstruo con una fuerza impresionante que ponía de rodillas a la patria: el narcotráfico. La cual fue bautizada a punta de bombazos.
Sin duda, sería una batalla campal, sin tregua alguna, y en la sucursal del Infierno las pompas fúnebres fueron celebradas todos los días. Viudas, esposas e inmensurables rostros bañados en lágrimas mostraban y siguen mostrando el pudor, el horror y el dolor en carne viva de aquellos años.
Gloria Pachón Castro lo recuerda bien. Un contubernio tenebroso silenciaba la voz de su esposo un 18 de agosto de 1989. La corrupción campeaba y hacía de las suyas, asesinando a uno de los protagonistas más importantes del siglo XX. Fue en Soacha. La entrada fue apoteósica, abismal, sin precedentes. Fue una marcha hacía la muerte; los hombres de las pancartas estaban preparados, listos para el golpe, no fallarían, solo aguardaban el santo y seña.
Galán alzó los brazos y agradeciendo a la masiva asistencia, se dirigió a entonar su discurso; pocos segundos después ráfagas de plomo resonarían sucumbiéndolo ante la tarima. Su reloj se detuvo a las 9:25 pm. Fue otra víctima más de aquellos tiempos aciagos.
La sonrisa cantarina continuó cautivando los años 90, se hizo una nueva Constitución, que venía cargada de promesas y con profundos interrogantes. Esas voces francas, audaces, de héroes anónimos, de una causa que muchas veces transitó solitaria, y que apagaba momentáneamente el atávico egoísmo que nos separaba, daba pie a una esperanza. Un hombre que enamorado de la libertad y en su oficio de mitigar las desdichas del prójimo, se convirtió en un desposeído, un Leongómez apostando a cara y sello su vida por Colombia. Inevitablemente, un 26 de abril la guerra le cobraría la apuesta.
Finalizando el siglo, la irreverencia de un cáustico bogotano desnudaba la verdad de los poderosos con sus emblemáticos personajes. Un Heriberto de la Calle formulando preguntas incómodas y transitando bajo su propio riesgo encontraría la muerte parodiándola un 13 de agosto de 1999. La mueca de su humor se extinguió.
Las nuevas arengas patrioteras que hace poco salieron, anuncian el interludio, la pausa previa, nos devuelven al paradigma, al nuevo círculo, al mismo camino que infinidad de veces se ha recorrido, a excusar la barbarie que anticipa la tormenta. La leña está ardiendo y la hoguera se ha encendido de nuevo; ojalá no repitamos esos espejos y esperemos que la sombra de la paz no se desvanezca al amanecer.
Foto cortesía de: Federico Ríos