No debe de extrañar a nadie que la obediencia es un tema constante en la sociedad; desde la historia bíblica de Abraham y el sacrificio de su hijo Isaac a Dios, hasta las últimas marchas ciudadanas convocadas por líderes políticos. Es verdad que la sociedad debe inculcar en sus ciudadanos la obediencia, sin embargo, éste puede ser un gran problema cuando alguna autoridad dentro de la sociedad pida hacer algo que choca con la consciencia individual. Algunos individuos pueden desobedecer dicha orden, pero, otros pueden obedecer y traicionar sus propias convicciones éticas y morales. Es aquí donde se radican los peligros de la obediencia.
En 1961, por ejemplo, Hannah Arendt fue corresponsal de la revista The New Yorker para cubrir el juicio por “crímenes de lesa humanidad” contra el oficial de la SS Adolf Eichmann. De este cubrimiento periodístico, Arendt publicó: “Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal”. Allí, concluyó que Eichmann no era un sádico, ni un psicópata, menos un fanático ideológico del Régimen Nazi, al contrario era una persona normal, común y corriente que desempeñaba un cargo burocrático, en el que, simplemente obedecía órdenes sin detenerse a pensar por las implicaciones éticas y morales. En otras palabras, Eichmann fue un burócrata mediocre incapaz de pensar y juzgar por sí mismo.
Estos informes periodísticos de Arendt no fueron bien recibidos entre sus colegas, puesto que ellos consideraron que Arendt pretendía simplificar el genocidio Nazi. No obstante, otros colegas simpatizaron con la tesis de Arendt. Uno de ellos fue Stanley Milgram, psicólogo de la Universidad de Yale, que comenzó a realizar un experimento de psicología social, el cual, consistió en averiguar la disponibilidad de un individuo para obedecer las órdenes de una autoridad, aun cuando éstas ponen en apuros su conciencia individual. Para ver el plan básico del experimento, ver el siguiente vídeo.
Los resultados del experimento de Milgram demostraron que los informes periodísticos de Arendt se acercan más a la realidad de lo que uno se imagina, dado que, durante el experimento, los individuos sintieron el conflicto entre el deber ser y la consciencia. Pocos de ellos se rebelaron contra la prueba y muchos protestaban, o, justificaban sus acciones, pero al final obedecían. Lo anterior significa que los individuos se identificaban como agentes ejecutivos de una autoridad que la consideraban legítima y que una estructura jerárquica favorecía el traspaso de la responsabilidad del individuo hacia otro individuo que tenía un rango superior.
Ahora bien, Colombia no se salva de los peligros de la obediencia. Nuestro país es una sociedad domesticada, obediente y dócil, debido a que nuestro Estado siempre ha sido paternalista, moralista, castigador, y controlador.
A lo largo de la historia, el colombiano promedio se ha integrado fácilmente para servir a un mal Estado y se ha acostumbrado a eludir su responsabilidad. Para ilustrar mejor este punto: cualquier líder político con su maquinaria política, dice que su objetivo es proporcionar empleos públicos o servicios sociales a cambio de votos, el colombiano que cambia su sufragio por un favor económico y/o laboral, ya sea por necesidad o por convicción es un obediente, puesto que cumple con los intereses particulares del líder y por supuesto, su responsabilidad ciudadana en pro del interés general desaparece. Así ocurrió en la campaña presidencial de hace siete años: Santos y Mockus. La famosa “Ola verde” perdió frente a la maquinaria política y electoral.
Actualmente, la historia se puede volver a repetir porque es común ver colombianos incapaces de pensar y juzgar por sí mismos. Ellos son los que jamás saben lo que hacen en la vida pública y privada, sus vidas son conformes a las reglas sociales y superficiales, critican sin argumentos, evaden responsabilidades, dejan que otros piensen y cuestionen por ellos, obedecen y creen en cada frase de su político de turno, del gobierno, de los grandes medios de comunicación, de los jerarcas de la iglesia, entre otros.
Por citar algunos ejemplos: cuando el presidente Santos menciona: “Me acabo de enterar”, Samper y luego Zuluaga: “fue a mis espaldas”, Pablo Escobar Gaviria: “No soy un narcotraficante”, Néstor Humberto Martínez: “aquí no están matando sistemáticamente a líderes sociales”, Álvaro Uribe Vélez: “fue un autoengaño” o “Mis hijos no son delincuentes”, Centro Democrático: “los paramilitares se desmovilizaron”, Alejandro Ordoñez: “la familia primero”, Monseñor Monsalve: “los padres de familia tienen la culpa de los abusos sexuales por parte de sacerdotes».
En cada frase existen colombianos que lo defienden a escudo y espada; unos por algún interés particular, pero otros, la gran mayoría, lo hacen por desconocimiento de la historia y por obediencia.
Volviendo con los informes periodísticos de Arendt y los resultados del experimento de Milgram, es fácil comprobar y demostrar que en nuestra realidad colombiana se replica estos resultados. En muchas ocasiones no somos conscientes de resistir a la presión social, a la manipulación mediática, o, a las órdenes autoritarias. Sin embargo, en otros momentos somos capaces de tomar una postura crítica frente a la realidad del país y de esta manera, no nos sometemos al conformismo o al autoritarismo, sino a nuestras propias convicciones, y es aquí donde reside nuestra propia libertad y un buen proyecto de nación.