Negar el accionar paramilitar en Colombia no es algo nuevo. Cuando los paramilitares comandados por los hermanos Castaño aparecieron por primera vez en el Valle del Cauca, realizando sus primeras masacres en 1999, el Ejército y la Secretaría de Gobierno del departamento negaron su presencia. Más de 2.300 asesinatos hoy demuestran que sí estuvieron en el Valle.
Varias sentencias internacionales condenan la complicidad del Estado por conformar y apoyar actividades criminales del paramilitarismo. Sin embargo, los hechos pretenden mostrarse como acontecimientos del pasado que no tienen continuidad en el presente, y que carecen de relación con los más de 130 integrantes de Marcha Patriótica asesinados.
Es claro que el paramilitarismo en Colombia no se acabó con el proceso de negociación adelantado por el expresidente Álvaro Uribe Vélez que pretendía –algunos optimistas así lo creen– desmovilizar las estructuras paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Aunque la mayoría de integrantes de las AUC entregaron las armas entre 2004 y 2005, lo cierto es que esto no llevó al fin de la política paramilitar, cuyos financiadores, algunos sectores de la economía y la política, no han sido llevados a la cárcel.
Al centrar los ojos solo en quienes empuñan las armas, se olvida que el paramilitarismo no nace por espontaneidad, o por una venganza contra la guerrilla, como intencionadamente propagó RCN con los Tres Caínes. El paramilitarismo, principalmente, es una estrategia para acumular tierras, poder político y silenciar a la oposición. Esto se mantiene así su estructura cambie un poco con el tiempo: operando como “pájaros” y “chulavitas” (o “policía chulavita”) en la época de La Violencia, o como Autodefensas Unidas de Colombia con los hermanos Castaño, o ahora como neoparamilitarismo o estructuras sucesoras del paramilitarismo.
Negación y reconocimiento protocolario del paramilitarismo
Insistentemente denominadas por el Gobierno y mayoría de medios como Bandas Criminales (Bacrim), la existencia de estructuras paramilitares ha sido negada bajo este calificativo. Solo en junio de 2016, en los acuerdos del proceso de paz con las FARC, el Gobierno habló de “organizaciones sucesoras del paramilitarismo”. Quizá es la única vez que tímidamente lo hizo, atendiendo a una necesidad protocolaria del proceso de paz, porque después de ello no hay alocución pública o declaraciones del Presidente que reconozcan su existencia.
Bajo esa misma dinámica, o política editorial, han tratado el tema de líderes sociales asesinados que suman más de 130 para el caso de Marcha Patriótica. Pretendiendo desligar al paramilitarismo de estos crímenes, tanto el fiscal general, Néstor Humberto Martínez, como el viceministro de Defensa, Aníbal Fernández Soto, reiteradamente no paran de afirmar que no existe sistematicidad en estos hechos, contrario a las conclusiones de investigaciones, como el informe de la Corporación Nuevo Arco Iris, que contradicen a Martínez y Soto.
Y estas afirmaciones no son producto del azar o el desconocimiento.
Borrar del imaginario de la opinión pública cualquier conexión del paramilitarismo con la sistematicidad de los asesinatos de líderes sociales, lleva consigo un fin concreto: negar que estos crímenes obedecen a móviles políticos.
Es una negación que va acompañada de evadir la responsabilidad política del Estado en la conformación de grupos paramilitares, la cual contiene un trasfondo que, de antemano, nos dice que no obrará contra los asesinatos que padece la oposición política en Colombia.
Con un balance de 117 líderes sociales y defensores de Derechos Humanos asesinados, en solo un año, cerró el 2016. Para una sociedad que presume de ser democrática y defensora de la vida, la cifra avergüenza y llevaría a que estuviera en las calles protestando. Es un genocidio oculto –silencioso– por un Gobierno que niega la sistematicidad y móviles políticos ejecutados a través del paramilitarismo.
La defensa de la paz también implica la defensa de la vida y la participación política. Hoy cuando se trata de implementar el acuerdo de paz firmado entre el Gobierno y las FARC, y se desarrollan diálogos con la guerrilla del ELN, es necesario quitar el maquillaje a las palabras y mostrar el rostro de la guerra que adelanta un genocidio contra la oposición política en Colombia.