Columnista:
Juan José Ríos
Han pasado tantos años desde que Colombia se dividió entre los buenos y los malos, los vándalos y los emprendedores, los ñeros y los de «bien»; que ya no diferenciamos por actos sino por vestuarios.
Desde que las predecibles movilizaciones nacionales se desataron el 28 de abril, el foco de toda Colombia se ha posado sobre el Valle del Cauca y sus indescifrables actos. El ambiente había estado inundado por una creciente tensión desde 2019, pero llegó la pandemia con la ilusión de regalarle un poco de calma a Iván Duque Márquez y a su gabinete; ya no hacía falta seguir deslegitimando a un movimiento disuelto por la alerta sanitaria mundial. Así pues, tras unos meses de calma, nos encontramos con la mirada fundida, la quijada templada y el aire presionando los pulmones. Antes del enfrentamiento, la tensión es tan evidente que si uno de los contendientes da un paso más o respira en otro ritmo al usual o pasa un insecto volando entre los involucrados, no hay forma ni modo de evitar el agarrón. En medio de ese clima de opuestos y promesas raídas, lanzaron la «Ley de Solidaridad», reventando otro florero de Llorente en el país de los eufemismos. Y Cali se lo tomó en serio.
Mientras las marchas iniciaban con cautela en las diferentes regiones del país, la de Cali se tomó el protagonismo radical desde el primer día. En la mañana, numerosos videos de actos vandálicos y de saqueos a la Olímpica y al Éxito rondaron en las redes sociales generando indignación. Por la tarde, los videos eran distintos, las presión civil logró la recuperación material de muchos productos para las multinacionales, «eso es porque los buenos somos más». Después, la movilización entró en la dinámica de siempre: un bando reclamando necesidades puntales, y el otro, compuesto por la «gente de bien», desperdigando por medio de la digresión: «es que quieren todo regalado, esos son los de Petro, narcoterroristas del comunismo contemporáneo».
La gente de bien siempre ha sido la misma, porque para ser gente de bien toca ser bueno desde el comienzo, desde niños. Y entonces… ¿qué es un niño bueno?, pues un niño juicioso que no pregunta y le obedece a los papás. Eso es un niño bueno. Uno que no pataletea cuando la mamá le pega, que no llora cuando toca cambiarlo. Mejor dicho, un niño bueno es uno que tiene como función hacer lo que le digan. Un niño bueno va a la iglesia los domingos, se pone camisetas del color de la paz, compra Toyotas del color de la paz, usa sobrero volteao confeccionado en China, mete a los hijos a colegios y universidades privadas, saca muy buenas notas, y cree un poco más en el resultado que en las maneras; porque un niño bueno no pierde ni repite ni se equivoca ni pide explicación por más que no sepa ni pregunta por qué tiene que estudiar lo que le dicen.
Los niños buenos se convirtieron en la gente de bien, la gente próspera, la gente con moral. Colombia siempre ha estado llena de niños buenos, de gente trabajadora y verraca que nunca ha escuchado una disculpa del papá. Los vándalos son los que preguntan por qué les pega el progenitor, en vez de agradecer el techo que tienen encima. Y cualquier 9 de septiembre, embrutecido por las grandezas de autoridad legítima, el papá mató a cualquier Javier Ordóñez ni se disculpó y al vándalo no le gustó. Por si todavía hacía falta un ambiente más conflictivo.
En Cali, así como en todo el mundo, hay mucha gente buena pero también, mala. Los vándalos y la gentuza se juntaron en las cloacas de donde vienen, y llegaron los de la minga a bloquear con machete y lo que fuera, hasta que alguien los escuchara por una vez desde que la gente de bien los trasladó de su espacio a uno más pequeño pero más propio. «Es que la gente no agradece lo sencillo de la vida», concluyen las personas de bien, con aire acondicionado sobre el rostro mientras escuchan a Luis Carlos Vélez o a Dávila en la radio. «Es que esas no son las formas, hermano, ¡vea como se están metiendo en los conjuntos!», dicen después de ver un video aéreo en el que no se puede distinguir nada. Y entonces, el dueño del rancho hizo el llamado al legítimo uso de las armas contra las malas formas, también les dijo a los vándalos de la minga que se retiren, que obedezcan como la gente de bien.
Cuando un vándalo no acata, la gente de bien interviene. Por eso vemos tantos videos de próceres patrios defendiendo los derechos de la democracia. En camionetas blancas, con fierros de todos los calibres en la mano, sombreros y ponchos moviéndose al son de progreso y el bienestar de los demás. Al parecer, la fuerza pública no pudo con la minga, el papá les respondió que en la casa no se vive de argumentos, sino de obediencia. Entonces, la ciudadanía tuvo que hacer uso de las formas legítimas en contra de la falta de empatía de los indígenas. «¿Cómo se les ocurre cerrarnos las vías a los que queremos trabajar, nos violan nuestros derechos a ejercer y progresar?, qué falta de empatía la de los indios y la de los negros de Buenaventura también. Joder a un país entero cerrando vías y puestos, ¿por qué?, ¿por que más del 60 % de Buenaventura está en pobreza extrema, entonces, no me puede llegar el pedido de Aliexpress? Qué falta de empatía la de los vándalos.
Es una fortuna que los hombres de bien se tomaron la situación como propia y atendieron el llamado de su padre. Si no fuera porque, como dijo el expresidente Uribe en CNN, «esa problemática del paramilitarismo acabó en mi Gobierno». No sé qué sería del país más feliz del mundo.