Las personas que quieren llegar a la Iglesia de San Hipólito, rebautizada Iglesia de San Judas Tadeo, primero tienen que caminar un sendero oscurecido por una lona verde, cruzar las vendimias de collares, retratos, mantas y camisetas, bajar unas escaleras sombrías que parecen diseñadas por Dante, para encontrarse adentro de una nave pintada con colores crema, desde lino hasta beige que hacen recordar que el mal es oscuridad y el bien es luz.
Es una iglesia que no parece tal. Primero porque en su centro no hay una estampa de Cristo o de la Virgen María; hay una figura de San Judas Tadeo o, como dicen sus fieles, de “San Juditas”, el «santo de los casos imposibles y de las causas difíciles».
Segundo porque cada 28 del mes sus devotos —algunos estigmatizados como delincuentes— peregrinan la ciudad entre empujones, pólvora y música para agradecer lo que han conseguido en el mes. Le llevan flores, velas, dulces y escapularios. Le llevan fiesta. No son pocos, los más de 7 mil seguidores de San Judas colapsan las vías principales del centro de la Ciudad de México. Se juntan para bailar el tango del pecado —que más que tango parece una comparsa—.
Parafraseando a Mircea Eliade, filósofo e historiador de las religiones, es tan necesario el mal y sus representantes, como los ideales del bien dentro de las religiones. En la Iglesia de San Judas, sus adeptos están del otro lado de la balanza construida por su religión; no piden perdón, piden por un familiar en la cárcel o para combatir sus vicios. Son, dentro del orden católico, pecadores que agradecen sus pecados. Son los malos que hacen el bien. Son la parranda del infierno en la tierra.
Dentro de la iglesia hay muchas paradojas: sus feligreses se obsequian sus ofrendas, comparten comida e intercambian figuras de su santo. Hacen comunidad. Nos habían contado que los malos son egoístas, pues aquí no. Colorean el paisaje con sus verdes y amarillos que contrastan con la jungla de cemento y de grises que rodean al templo. Afuera de la iglesia hay una ciudad acelerada que vomita carros y caos, adentro hay un ambiente festivo. Son seguidores de la Santa Muerte, de su iconografía; bailan con ella y caminan al altar tomándola de la mano. Otra paradoja es que adentro de la iglesia la maldad es ordenada: hacen filas y todos pueden entrar y hacen su ofrenda: “no me des, ponme donde hay”, dicen algunos.
La iglesia es pequeña, nada atractiva en términos de arte. Se comenzó a construir en 1599 y se terminó en 1740. Es hasta 1982 cuando llegó la imagen de San Judas Tadeo al altar principal. Es un lugar sencillo, rocoso, mal pintado, con pocas sillas, está ladeado porque la Ciudad de México se construyó encima del Lago de Texcoco, por eso algunas construcciones se hunden y San Hipólito no es la excepción. Se hunde porque en sí representa una desviación, “no podría estar derecha” decía un vendedor de souvenirs.
Adentro de la Iglesia hay muchas historias: las muchedumbres que siguen a San Judas son perseguidas por los prejuicios. Los culpan de empeorar la movilidad, de la inseguridad, de reproducir una cultura que la ciudad ilustrada ha intentado desaparecer con rutinas de olvido y adoptando conductas más “finas”. Los devotos de San Judas son los otros: los nacos, los olvidados, los pobres y los sin nombre. Son aquellos que la gente de “bien” no quiere encontrarse.
Los jóvenes de San Judas
Vienen de todas partes, hacen todos los tiempos: una hora, tres horas, cinco días, nueve días; no importa la duración del viaje, lo que importa es retribuir a San Juditas. Llevan mochilas coloridas y su piel es del color de la tierra. Por lo general vienen de lugares con muchas necesidades, de colonias populares con altos índices de violencia, de la ruralidad, del México olvidado y desgraciado:
Carlos, que tiene el pelo pintado de morado, dice que viene a dar gracias por no perder su año escolar o, tal vez, dicen sus compañeros viene a pedir protección para cuando realice actos delictivos. Uriel, por el contrario, viene a pedir que la venta de paletas mejore.
Los carros se detienen ante el semáforo en rojo, las masas cruzan las avenidas y los jóvenes más jóvenes cargan una figura de San Judas que es más grande que sus torsos. Es fundamental pasar por San Judas antes de un trabajo, la omisión de esta actividad puede traerles consecuencias desastrosas:
—Venimos para que San Juditas cuide nuestro pellejo.
Los jóvenes llevan su veladora y parlantes donde escuchan su música favorita: reggaeton.
Los define la lealtad, como a su santo: San Judas Tadeo fue degollado por su fe a Jesucristo. Dice su oración: “¡Oh gloriosísimo apóstol San Judas! Siervo fiel y amigo de Jesús. Te prometo, glorioso San Judas, acordarme siempre de este gran favor y nunca dejaré de honrarte como a mi especial y poderoso protector y hacer todo lo que pueda para fomentar tu devoción”.
Son desconfiados: los han criminalizado. Al final del día los jóvenes cantan las “mañanitas” con los ancianos y los niños. Las redes y las alianzas que se generan dentro de la Iglesia supera, y con creces, a nivel temporal y de confianza las relaciones superficiales e instrumentales de la ciudad. San Judas les obsequia protección y ellos devuelven fe y devoción.
Los jóvenes de San Judas son carne de cañ
ón, son los que se juegan los cueros: los narcomenudistas de los narcos, los asaltadores de los jefes y de los cárteles, algunos son los subalternos, los últimos de la pirámide del crimen. Hay altos, bajos, con orientaciones sexuales diferentes: heterosexuales, gays, trans. Todos tienen espacio en la Iglesia de paredes pálidas. Muchos comerciantes jóvenes se reúnen para conmemorar a San Judas:
—¿Conoces a muchas personas devotas de San Judas?
—Un chingo de pandilla.
—¿Qué le piden o agradecen?
—Los casos difíciles —Pero como que estos años ha habido un cambio, muchos comerciantes ya se dedican a la santería.
A los jóvenes de San Judas los une su precariedad, los acerca la vivencia de casos perdidos: enfermedades crónicas o la muerte de un familiar cercano. Unos le pedirán suerte a la hora de atestar un robo en el transporte público y otros pedirán protección para no ser robados, San Juditas decidirá si ayuda al primero o al segundo.
Unos vienen a pedir un milagro: trabajo en un país con una tasa de desocupación 6.7% entre los jóvenes. Otros vienen a pedir posibilidades para educarse, otro milagro, ya que, de cada 100 estudiantes que ingresan a la primaria solo 69 completan la educación básica y sólo 35 terminan la primaria, únicamente el 8.5% de la población cuenta con una carrera. El ramillete de peticiones de los jóvenes de San Judas da cuenta de la situación de la juventud en América Latina.
Después de escuchar misas y misas por parlantes, los ríos de jóvenes se montan en buses, motonetas y automóviles para abandonar el lugar; se volverán a ver el 28 del siguiente mes.
El día de culto a San Judas ha terminado, el sonido del ambiente es desplazado por beats de reggaeton, y como una mancha en el horizonte: van desapareciendo, algunos con porros o monas (una botella de pegamento o un algodón con Thinner) en las manos y otros con escapularios. Para los ojos de Dios todos son iguales.