La toalla enrollada en el brazo izquierdo. La punta, un destornillador con el extremo afilado y el mango hecho con una candela derretida, en el derecho. Se empezó a armar un círculo de mujeres. «¡Mucho amague!», gritaron. «¡La voy a invitar al pedazo!». Le mandaron un golpe y Alejandra lo esquivó. Su turno. Pegó la punta en el pómulo de Rodríguez. «¡Mario a dentro!», gritó una reclusa. La guardia se asomó al patio. El círculo se disolvió y ya solo eran mujeres que hacían fila para ir a bañarse.
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Igual que todos los domingos, Alejandra Berrío se levantó a las 5:00 de la mañana. Era día de llevarle los dulces a su novio, Camilo. Se vistió con la moda del momento: Unos vaqueros ajustados con manchas claras, unos zapatos Adidas Superstar fucsia y una camisa con mallas verde y fucsia. Se organizó el pelo en una trenza y salió a esperar a su taxista de siempre. A las 6:00 de la mañana ya estaba en Manrique envolviendo los dulces.
La marihuana se prensaba en plástico. Se cubría con papel carbón. Una capa de colbón. Papel chicle. Capa de Champú. Papel chicle. Capa de desodorante. Papel chicle. Capa de crema de dientes. Papel chicle. Al final se envolvía y se metía en una bomba, esas que se usan en los cumpleaños, y ya estaba lista para empacarla en el bolso, volver al taxi y seguir hasta la cárcel de Envigado.
La fila de mujeres empezaba a moverse a las 8:00 de la mañana, hora de visitas conyugales. Las guardas daban los primeros cariños en las requisas, mientras los perros olisqueaban a las visitantes. Antes de que fuera su turno, pidió el baño “para despistar al enemigo”, dice ella, y meterse el paquete que llevaba, en la vagina. El mundo se detuvo cuando la guarda le sacó del bolsillo unos cueros; papeles para hacer cigarrillos de marihuana.
—Usted tiene más por ahí guardado.
—No seño, yo no tengo nada.
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En la Fiscalía Alejandra recibió a su mamá desde la celda en donde estaba. Veía por una pequeña rendija el ojo café de doña Gloria quien le decía: “¿Vio hasta donde llegó? Yo se lo dije”. No había respuesta para esas palabras. Luego vio el ojo de su amante, Juan Diego. Silencio. El abogado le pasó la comida que le habían traído, esa sería la última cena que Alejandra no olvidaría: Pollo con fríjoles, arroz, una gaseosa y una chocolatina.
El fiscal, Lino Duque, se convirtió en el angelito de Alejandra. Ella llevaba 58.9 gramos de marihuana, que le podían dar alrededor de ocho años en la cárcel, pero solo le adjudicaron la dosis mínima de 19.8 gramos, que le daría una condena de 47 meses y 23 días por tráfico de estupefacientes. Fue llevada a la cárcel El Pedregal, en San Cristóbal. Su madre la acompañó en el trayecto, al final le dio una bendición que le tenía que durar un mes y medio antes que se vieran de nuevo.
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Al entrar la requisaron de manera exhaustiva. Manos. Guantes. Sube la mano por la pierna. Privacidad perdida. Sigue la reseña con las preguntas básicas. Nombre. Edad. Cédula. RH. Estatura. Tallaje. Delito. Huellas. Todos los dedos terminaron negros. El nombre empezó a ser acompañado por el número de reclusa: 5046. Las fotos. De frente. Gire. Para el otro lado. «Siga por los corredores hasta el patio 9. Celda 105. Cama C».
La reja era azul. La luz era tenue. Había dos camarotes de cemento gris cubiertos con una colchoneta negra. Cada cama nombrada con una letra. En las esquinas había unas repisas. Al lado izquierdo estaba el baño tapado con una cortina azul, un inodoro metálico y un lavamanos. Había unas sillas plegables blancas. Al lado derecho había unas ventanas pequeñas que daban a la ciudad lejana. “Sentí que mi vida se había ido por un volado”.
Esa noche, Alejandra habló unas horas con su compañera de celda, Érica, que ya era veterana en el lugar; estaba condenada por homicidio, le dio 60 puñaladas a un amigo, que en una noche de tragos y drogas quiso abusar de ella. Un rostro siempre venía acompañado de la historia de la condena. La charla acabó cuando a las 8:00 de la noche apagaron las luces. Lo último que dijo Érica: “No se la vaya a dejar montar”. Alejandra pensaba en eso y en el frío que le congelaba los pies.
Al día siguiente a Alejandra le entregaron una coca para las comidas, una cuchara, unas chanclas y el chanchón, un uniforme color beis con líneas naranjas. “No me gustaba ponérmelo, me hacía sentir más presa”. Duró 15 días con ese uniforme hasta que su madre pudo enviarle tres mudas de ropa completas, un deportivo, dos piyamas, dos pares de zapatos, un abrigo y una cobija. No estaba permitido tener más.
Los días eran monótonos. Se despertaba a las 4:00 de la mañana. La fila del baño. Un cigarrillo y un tinto. A las 5:00 de la mañana llamaba a Juan Diego a despertarlo para que fuera a trabajar como carpintero. A las 6:30 de la mañana la fila para el bongo (la alimentación). Una arepa tiesa. Huevo tibio. Agua sucia (café o chocolate). Las dragoneantes hacían el conteo. Un cigarrillo. Jugar cartas o jugar parqués. Las cartas eran hechas de cajas de cigarrillos. Dibujaban 102.
A las 8:30 de la mañana empezaban los talleres. 11:00 de la mañana, el almuerzo. Carne de burrito (de res). Arroz. Lentejas que a veces venían acompañadas de gusanos. Ensalada. Aguapanela con limón. Seguían los talleres. 3:00 de la tarde, la comida. Sobras del almuerzo. Faltando 20 minutos para las 4:00 de la tarde, las dragoneantes hacen el conteo. A las 4:00 en punto todas debían estar en la celda. Hablar. Otro cigarrillo. Leer. Mirar el techo. Pensar. Pensar en mamá.
—Mami, ¿qué está haciendo de comer?
—Tamales.
—¿Me guarda?
—El domingo le llevo.
Los domingos eran diferentes, no había tamal, pero sí iba su mamá a visitarla, un día cada tanto, le llevaba utensilios de aseo o el dinero para consignarle en la despensa. Eran las mejores dos horas del día. Hablaban de bobadas y comían. Cuando fue el cumpleaños de Gloria, Alejandra le mandó a hacer una torta pequeña que acompañó con una carta y unos cuantos dulces.
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En varias ocasiones a Alejandra la mudaron de patio, pero los últimos seis meses los pasó en el patio 3, celda 207. Sus compañeras eran Luisa Restrepo, condenada por homicidio. Vanessa Ariza, condenada por hurto, con tres dedos robaba lo que fuera. Y con Yanet, “La mamita” condenada por tráfico de estupefacientes. También fue muy cercana a su vecina Esmeralda, condenada por concierto para delinquir.
Eran una familia, se protegían siempre y cuando era necesario se reprendían. Pasaban los ratos libres riéndose y haciendo que las cuatro paredes no se hicieran notar. Compartían todo, lo único sagrado era la cuchara para comer. Tenían sus normas básicas: La ley de la calabaza (cada quien que pague y se va para su casa) y de hacer respetar su casa, ninguna extraña las entraba a molestar.
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A las 6:30 de la mañana, Alejandra ya estaba sentada afuera de la celda fumando el segundo cigarrillo del día junto a Esmeralda, hablaban del sentimiento de libertad que ya contemplaba Alejandra, pues le habían avisado su salida dos días atrás. “Ay mor, no se vaya a olvidar de mí”, le repetía Esmeralda. Su tertulia mañanera se vio interrumpida por el combo de las rolas. Natalito estaba buscando a Luisa para prenderla por salir con una de sus mujeres.
—No mija, no se va a meter aquí a pelear, vayan al patio. Le dijo Alejandra mientras se paraba.
—Paila mija, nos vamos a matar todas.
La toalla enrollada en el brazo izquierdo. La punta, un destornillador con el extremo afilado y el mango hecho con una candela derretida, en el derecho. Se empezó a armar un círculo de mujeres. «¡Mucho amague!», gritaron. «¡La voy a invitar al pedazo!». Le mandaron un golpe y Alejandra lo esquivó. Su turno. Pegó la punta en el pómulo de Rodríguez. «¡Mario a dentro!», gritó una reclusa. La guardia se asomó al patio. El círculo se disolvió y ya solo eran mujeres que hacían fila para ir a bañarse.
Alejandra se organizó y fue a la celda, una dragoneante se le acercó y le anunció que ese día salían las domiciliarias, presas que salían con detención domiciliaria. Ese era su día y empezó a hacer formalmente las entregas de su herencia. A Vanessa le dejó una piyama, la cobija y una sudadera. Para Luisa unos tenis, las medias y los tops. A «La mamita» le dejó la otra piyama, el abrigo y dos pantalones. A Esmeralda le dio el maquillaje, unas blusas y las chanclas.
La dragoneante llegó por Alejandra a las 11:00 de la mañana. Se despidió de todas sus compañeras con abrazos. Fueron al portal 2, donde entregó el chanchón, las chanclas, la coca y la cuchara. Una hora esperando para llegar al portal 1, donde la reseñaron y le entregaron su cédula. Recuperó su nombre y dejó de ser la 5046. Después de dos años de cárcel, era libre.
A las 2:00 de la tarde llegó a Medellín en el carro del INPEC. Se bajó en la estación Ayurá. Vio a su mamá y a Juan Diego. Las lágrimas y abrazos duraron poco. Era día de visita. La primera parada fue en casa de la abuela en El Poblado. Saludos, felicitaciones y un sudado de pollo que le tenía su tía. No lo saboreó. Se lo tragó en un segundo. En ese instante se reiteró a sí misma: “Que Dios me perdone, pero prefiero estar muerta que volver allá”.
Imagen cortesía de Huffington Post.