Columnista:
Julio Roso
El año 2020 ha reactivado la discusión sobre el aborto, posterior a la recepción y revisión de dos demandas realizadas por Natalia Bernal, quien solicita la penalización total de este, la prohibición de la Interrupción Voluntaria del Embarazo – IVE y endurecer los castigos contra los sitios clandestinos donde se realiza dicha práctica.
Esta solicitud de prohibición total del aborto, que ha recibido múltiples críticas de entidades de diverso orden, va en contra de lo establecido por la Corte Constitucional en el 2006 por medio de la sentencia C-355, en la que despenaliza el aborto con tres causales especiales (reafirmadas recientemente): que el embarazo ponga en peligro la salud mental y física de la mujer, la malformación del feto —siempre y cuando estas alteraciones no le permitan vivir por fuera del útero—, y si el embarazo viene producto de violaciones o inseminaciones artificiales no consentidas.
En Colombia, la primera demanda que buscaba la despenalización fue elevada en el año 1994, desde allí fueron varias las negaciones sustentadas en argumentos científicos, médicos y morales, principalmente. Aun con el triunfo del 2006, el derecho a abortar no fue siempre respetado y entidades, personal y expertos médicos se rehusaron a practicar el procedimiento bajo impedimentos éticos; además, de la proliferación de procesos legales, juicios y condenas contra mujeres que practicaron abortos.
Este recorrido histórico y legal sobre el aborto en el país, en el que varios han centrado el debate, se queda corto a la hora de comprender lo que realmente está en medio de esta situación. Es que apenas los pronunciamientos de Profamilia se acercan al meollo del asunto: los derechos de las mujeres y su posición en la estructura social. Esa entidad ha hecho un llamado a mantener los casos despenalizados del aborto, ya que lo contrario sería reducir los derechos de las mujeres al libre desarrollo de la personalidad, la autonomía y la libertad.
Dicho planteamiento sobre la importancia del mantenimiento y, la posible ampliación de la despenalización del aborto, es un reconocimiento a las mujeres como seres pensantes, a la visión de su cuerpo como su territorio, un espacio que trasciende lo físico para convertirse en simbólico, emocional y de representación.
Mantener y, sobre todo, garantizar el derecho al aborto en condiciones de total salubridad y seguridad a las mujeres, es marcar una ruptura con la infantilización y cosificación a la que históricamente han estado sometidas.
Quizá, este reconocimiento a las mujeres como seres que piensan, que sienten, que deciden y construyen sus propias vidas desde su autonomía y decisiones, sea la controversia de fondo en todo este tema del aborto, que se debate entre posiciones morales, machistas y se envuelve en una estructura patriarcal que ha minimizado el papel de las mujeres a la protección del hogar y la reproducción de la especie humana, negando, ocultando y desconociendo sus posibilidades e intervenciones en la historia de la humanidad.
El aborto, la nivelación salarial, la apertura de los niveles altos de gobierno, sociedad y economía, al igual que el respeto por la libre personalidad y autonomía, son parte de un paquete de deudas históricas que tiene la humanidad con las mujeres, que deben empezar a ser reconocidas más pronto que tarde, y que deben trascender las letras de las normatividades legales, campañas de concientización y gritos reivindicativos, más oportunistas que reales. Es necesario comenzar a reconocer el papel preponderante de la mujer como par y horizontal del hombre en la construcción de la sociedad, más allá de ese agradecimiento, solapado, que afirma: detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer.
Fotografía: cortesía de Ryan McGuire.