Columnista:
Ían Schnaida
Las personas en Colombia solemos vivir a la defensiva. Conducimos por vías sembradas de huecos asesinos y conductores inescrupulosos, con agentes que solo aparecen cuando les conviene; sobrevivimos (no por regla general) a gobiernos clientelistas y corruptos; andamos por las calles esquivando ladrones y, si sos mujer, infante o persona diversa, el miedo es salir y solo volver con tus seres queridos con los pies por delante. Sea porque, como decía Eduardo Galeano, «cuesta menos que la bala que los mata», o porque aún vivimos en un país en el que lo extraño de denunciar es que sirva para algo.
¿De qué sirve que una madre acuda a una Comisaría de Familia si se le obliga a compartir la custodia de sus hijos con un maltratador?
¿De qué sirve denunciar que al interior de una prisión disfrazada de familia hay un padre, o un padrastro o un tío abusador (aunque, en menor medida, también las hay madres, madrastras y tías)? ¿De qué sirve denunciar a un violador o a un desequilibrado si la justicia falla en otorgar medidas cautelares que permitan proteger a tiempo a una madre y a su criatura, vueltas paisaje en la multiplicidad de los casos?
A ellas las castiga la sociedad y las castiga el Estado por comportarse de forma opuesta a lo que el patriarcado ha marcado para ellas; las abandonan por no quererse quedar en la casa de sirvientas, por intentar otra relación; por ponerse como prioridad, aun por encima del modelo de familia tradicional. Y solo son visibles entre titulares e indignación momentánea si acaso tienen la suerte —o quizá la desgracia— de cobrar relevancia en el ajetreado consumo mediático del momento.
Galeano también se refería a Los Nadies como los «que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local», y no hay que ser Baba Vanga para adivinar que esta noticia triste y escabrosa tiene las horas contadas para ser periódico de ayer. Tan dolorosa, tan escalofriante, tan propia de un país con la sangre hasta la coronilla y la salud mental cotizando en los mercados del lujo.
Aún con la frustración, lo que menos sirve siempre será quedarnos callados, mansos en el abrevadero del entretenimiento, como ‘reses’ dando likes mientras caminan en círculos en el corral.
Si de la justicia solo nos llega su olor fétido, que al menos denunciar, quejarnos, gritar y ridiculizar al poder y a las estructuras de muerte que soportan nuestra tenue democracia, sirva como catarsis y como mensaje de alerta.
Que cada quejido sea como un faro para quienes no se atreven siquiera a mencionarle a sus confidentes lo que les ocurre, porque vivimos entre la vergüenza, el miedo y la impotencia. Porque a veces soñamos, pero no siempre queremos recordar en la mañana, que hace mucho tiempo que solo encontramos paz entre ilusiones.
La desgastada petición de solidaridad que le hacemos a la gente, se la tenemos que refregar a las instituciones y a los tomadores de decisiones.
Si no se revisten de dignidad los organismos de control y las entidades de mediación, si no se le cree oportunamente a la víctima; si no entendemos que las entidades se deben a la gente, a su servicio, que no se trata de que estén haciéndonos un favor, no podremos poner jamás en el centro al ser humano, por encima de un sistema machista, misógino y protector (por la vía de la omisión) del abusador.