Columnista:
Carmen Alexa Villegas Ramos
La mejor esquina de América le llaman y lugar de paso de miles de inmigrantes. ¿Qué tan complicada ha de estar la situación en tu país, tu territorio, que es mejor opción ponerse a la deriva, mar adentro y monte adentro para buscar un nuevo hogar, un nuevo sueño? Duermen en carpas junto a la playa. Escenas románticas parecen las instantáneas fotográficas que vienen con esa idea, la de acampar frente al mar. Y en realidad esta es la otra cara de la idílica persecución de la libertad.
Me refiero precisamente a los inmigrantes que han encontrado en las aguas del océano Atlántico, desde el territorio del golfo de Urabá, al noroeste de Colombia, la posibilidad de cruzar hacia Panamá debido a que esta ruta es la más corta para hacer la travesía y lograr el tan anhelado sueño americano. Un viaje por mar y selva, a la suerte de las inclemencias del clima, del tiempo mismo, un viaje tan bestial como las circunstancias que hacen parte del camino, entre la indocumentación, los grupos armados, la corrupción nacional, regional y local, sus necesidades básicas y, desde luego, el transporte hacia ese nuevo hogar.
Quisiera hablar desde lo visto, porque siento irrespetuoso e irresponsable hacer mayores críticas o comentarios, cuando estos, para efectos de este caso, no van desde la experiencia, sino desde la posibilidad de observación y reflexión que me brindó un pequeño recorrido; siendo este, entonces, un relato sobre la creciente problemática de la inmigración en un municipio lejano del Caribe colombiano.
Me crie en Antioquia, en un municipio cercano a Necoclí, llamado Chigorodó. A veces siento que es poco lo que conozco de esta región y un ejemplo de esto es el tema de la inmigración como hecho particular de este sector del departamento, pues del tema solo conocía rumores. En un viaje reciente a otro municipio llamado Apartadó, conocido en la subregión de Urabá como la capital del eje bananero, vi los retenes de la Policía nacional en la carretera, buscaban inmigrantes. Un camión que fue detenido por los agentes, para mi sorpresa —pero no para la de ellos— venía cargado de personas, así que fue detenido. Uno por uno fueron bajando del camión y en el rostro de todos ellos podía verse el reflejo de un estado puntual: el desconcierto. No hay otra palabra que lo describa.
Días después, para ser exactos, el 18 de septiembre, me dirigí al municipio de Necoclí con una amiga, ella es periodista y nuestros motivos no tienen importancia para este relato. El caso importante aquí es que mientras nos desplazábamos en el transporte intermunicipal, veíamos las bananeras y las plataneras, una planicie extensa que, cada tanto, presentaba leves ondulaciones, unas vías relativamente nuevas a las que intentaron llenar de peajes, ante lo que la población se pronunció con un no rotundo, del color de las llamas y con el sonido de las rocas, al mejor estilo de las protestas actuales y al vislumbrar el mar, un silencio de aquellos propios de los pueblos en donde hablar está prohibido y la normalidad es la negación.
Valdría apuntar que Urabá, por las posibilidades mismas de trabajo que posibilitan sus bananeras y plataneras, por estar ubicado al lado del departamento de Córdoba y Chocó, por el conflicto armado, es una tierra de una amplia mixtura cultural, como decía alguien a quien aprecio y respecto y una de las razones para esta situación es la migración. Urabá es una región de migrantes. Así que posibilita una apreciación sobre las movilizaciones, el desplazamiento forzado o no, sobre el desarraigo y la búsqueda de una, llamémoslo, nueva esperanza.
Continuando, nos bajamos en lo que sería el centro comercial del pueblo, caminamos un poco, entramos a un negocio a comprar unas botellas de agua y en medio de diez personas, todas negras, al igual que yo, me di cuenta de la multiplicidad de idiomas y de esto que llamamos las formas de ser humanos: algunos hablaban posiblemente francés, otros quizá patuá, podría decir que también portugués, otros, inglés y algunos otros hacían sonidos glotales propios de las formas fonéticas del continente africano. Estábamos allí negros, de distintos tonos de piel, distintos idiomas, distintos rasgos físicos y quizás nuestro único punto en común era la imposibilidad de comunicarnos, pero el uso de las miradas para descubrirnos entre nosotros, para acercarnos entre nosotros, porque el espacio nos lo requería.
Mi amiga, a la que llamaré Girasol, me mencionó que anteriormente había ido al municipio y había visto una división de clases marcada en la playa: tres sectores distintos, tres espacios marcados por el clasismo, situación evidenciada por los usos del espacio y, asimismo, por las actividades económicas allí desempeñadas. Y eso me lo contó mientras nos dirigíamos hacia allí, luego de las compras en aquella tienda. Al llegar pudimos ver los siguientes componentes del paisaje: en la parte de la playa que primero visitamos, la más cercana al cementerio —para tener un punto de referencia— y al norte del municipio, donde pueden encontrarse los hostales, estaban los turistas, cometas altas, alusivas al mar, de colores vivos, los niños en el agua, los adultos tomando baños de sol, un leve olor a marihuana y la presencia de la policía para asegurar su bienestar.
El bienestar de los turistas, el bienestar de la economía. Una economía con ritmo de reguetón de los artistas de moda, de tropipopy y de poca salsa. Una economía moviéndose sobre las aguas del descanso de esos otros, distintos, lejanos al territorio. Mientras que sus olores, son los de los alimentos frescos del mar, puestos a la mesa solo por los restaurantes como única opción alimenticia. Pareció ser una zona llena de foráneos y sin lugareños.
Continuamos caminando por las calles, en dirección al sur, siempre cerca a la playa y en la zona media, vimos algunas habitaciones amplias, quizás garajes, adecuados y arrendados, con las puertas o rejas abiertas, por motivo del calor —el característico de la costa a las 2 de la tarde, en un día soleado—. En dichas habitaciones podían observarse varias camas, un par de sillas, cocinas improvisadas y los utensilios correspondientes, y muchas personas conviviendo; sentadas, mirándose entre ellas y luego al vacío, como si estuvieran a la espera, pero con una pregunta en sus expresiones
… ¿La espera de qué?
Y mientras tanto, la brisa, el movimiento de las palmeras, el sonido de las carretillas sobre el pavimento de las calles en el que transportan el ceviche, el mango biche y demás alimentos los vendedores ambulantes, algunas casetas ubicadas en la playa, hombres, mujeres y niños sentados en esa aparente quietud de ese pedacito de costa, las lanchas de los pescadores que vienen arribando, mientras de fondo está el sonido del reggae, vallenatos, músicas tropicales y caribeñas características de aquel género musical al que se le reconoce como «músicas del mundo».
Músicas del mundo en un mundo en el que ser humano no es político, sino rasgo económico. Una verdad de perogrullo al servicio de mi mirada en una imagen tan sencilla como esa, un vistazo al mar.
Al final del camino, unos cuantos metros adelante, siendo quizás las 3:30 p. m., empezaron a hacerse visibles las carpas, muchas de ellas, campamentos con plásticos improvisados, personas vendiendo comidas en sus propios idiomas, el tedio apoderado de las calles… Quizás tedio no sea la palabra que más justicia le haga a la situación, quizás desesperanza, quizás ira, quizás desprecio, quizás la imagen lejana de un sueño perseguido.
En este caso, el sonido del rap duro fue el sonido de fondo, para dar paso a los rostros descompuestos: los ceños fruncidos, las miradas fijas, altivas, expectantes; la multitud en las calles, el muelle escondido tras las espaldas de ellos que ya, posiblemente, no quieren ver el mar. Algunos, unidos en la multitud que se disponía, aparentemente, a hacer una fila en compañía de pocos miembros de la policía: era quizás un censo. Pero los ánimos estaban exaltados.
Nos detuvimos a escucharlos. No entendimos nada. Pero la ira parece ser un lenguaje universal. O al menos, allí lo fue, en medio de la espera, del calor, de la desorganización, quizás del hambre, quizás de la angustia, quizás de la falta de ideas, quizás del sentimiento de eso que llaman «estar a la deriva».
Empezamos a alejarnos y vimos pasar un jeep. Una mujer se asoma, blanca, mona, saca su celular y empieza a grabarlos. Todos nos ponemos en alerta. Hasta nosotras, tan distantes a esa problemática, tan distantes a esa urgencia de atención, tan distantes a ese sentimiento de impotencia que asumimos como espectadoras, nos sentimos en medio de una función. Como en medio de esos planes turísticos que se hacen para ver la selva, para ver el monte y sus animales, cual escenario de los aparentemente extintos zoológicos humanos, que vuelven a ser vigentes gracias a la desgracia colectiva.
Pensé en ese hecho como uno cotidiano, cotidiano para ellos, que desde su llegada quizás se han vuelto en una vitrina inhumana del desarraigo. Y mientras tanto, en el sector de la playa mencionada al comienzo, las cometas se elevan y en ese pueblo, el silencio imperante es el signo político de la cotidianidad.