En estos días ligeramente caóticos, he pensado mucho en mis clases de Negociación e Historia de América Latina en el Siglo XX. Aquellas lecciones me han hecho reflexionar sobre el sistema internacional que Donald Trump está sacudiendo: el nuevo mandatario solo necesitó dos semanas y un bolígrafo para “marcar la pauta” de lo que hará dentro y fuera de territorio estadounidense, y si las siguientes semanas van a ser similares, definitivamente faltarán herramientas para lidiar con las decisiones de dicho presidente. Por ahora, veamos cómo la teoría y la historia nos pueden guiar en la travesía por la era Trump.
En mis clases de negociación, siempre se hizo énfasis en que cada persona tiene un estilo particular para llegar a acuerdos con su contraparte: existen negociadores duros (agresivos), que no ceden en sus posiciones y buscan imponerse ante los demás; hay negociadores suaves, que dan prelación a las relaciones y tratan de llegar a acuerdos (así estos impliquen una pérdida de su parte), y existen negociadores por principios, que buscan soluciones mutuamente beneficiosas, centrándose en los intereses antes que en las posiciones de las partes. Varios analistas coinciden en calificar a Trump como un negociador, y teniendo en cuenta la anterior clasificación, podría ser catalogado como un negociador duro (con años experiencia en el sector privado). Todos estos factores complican las cosas a la hora de llegar a compromisos equilibrados entre las partes, en especial cuando se trata de acuerdos políticos.
Así las cosas, el panorama para renegociar el NAFTA o la misma construcción del muro es bastante sombrío, por no decir desalentador. El gobierno estadounidense no se sentará a la mesa si no es para ganar en todos los ámbitos posibles, y bien lo reflejó el presidente Trump en su Twitter: «si la reunión con Peña Nieto no era para definir como México pagaría el muro, era mejor cancelar la cita». Con semejante actitud, las posibilidades para llegar a acuerdos son muy bajas, puesto que nadie en su sano juicio negocia para perder todo. Además, negociar implica reconocer a la contraparte y sus intereses, algo que hasta ahora no es muy claro en el discurso del actual mandatario de la Unión Americana.
No obstante, la situación entre Estados Unidos y México no tiene porqué terminar en una claudicación del segundo ante el primero. La historia que ha transcurrido al sur del Río Bravo da cuenta justamente de esa posibilidad. Es aquí donde recuerdo mis clases de historia de América Latina, en los tiempos posteriores a la Revolución Mexicana. Durante el gobierno de Lázaro Cárdenas (1934-1940) se llevó a cabo la expropiación y nacionalización de las compañías petroleras que operaban en México en esa época, y buena parte de esas empresas eran estadounidenses. Como podrán imaginar, la decisión de Cárdenas elevó las tensiones en la relación bilateral y las reclamaciones de altas indemnizaciones no se hicieron esperar. Ante este escenario, el pueblo mexicano se unió para respaldar a su presidente, e incluso, las mujeres donaron joyas y dinero como compensación a las compañías expropiadas. Al final, el gobierno mexicano logró explotar su subsuelo de manera independiente y en beneficio de sus ciudadanos, a pesar de la presión externa norteamericana y de los intentos de boicotear el proceso.
¿A qué viene esta historia? Simplemente, a demostrar que México puede hacer frente a la presión fronteriza de la era Trump y vivir para contarlo. Sin embargo, para ello se requiere de unidad interna, e incluso, del apoyo de toda Latinoamérica. Hoy más que nunca se necesitan gestos reales de entereza y respeto hacia el pueblo mexicano, como el de aquella mujer que devolvió su visa americana como forma de protesta ante el nuevo gobierno estadounidense.
Hoy más que nunca, se necesita que la “solidaridad latinoamericana” sea algo más que un eslogan malgastado y se traduzca en acciones concretas para apoyar a México en la diversificación de sus socios comerciales.
Hoy más que nunca, hace falta protestar ante medidas injustas o erróneas para prevenir sus consecuencias a tiempo. El instinto de la diplomacia (o en este caso, de supervivencia) nos diría que lo mejor es “pasar de agache” para sobrellevar la era Trump, pero esto es un imposible: el muro y las demás medidas migratorias nos afectan a todos, y ya lo estamos sintiendo.
Con todo lo anterior, la lección que me dejan mis clases tiene un sabor agridulce: por un lado, la vía de la diplomacia y la negociación puede no ser muy fructífera en este caso (a pesar de ser mi vía predilecta para resolver problemas); por otro lado, la resistencia y la entereza ante las (des)medidas de la nueva administración estadounidense podrían ayudar a contener los daños. No obstante, solo el tiempo nos dirá que era lo que había que hacer en esta coyuntura. Por ahora, bienvenidos a la era Trump: un momento donde todo lo que alguna vez nos pareció improbable se vuelve realidad.