Columnista:
Cristian C. Perico Mariño
Las redes sociales se han convertido en el vertedero de pensamientos de los usuarios. El tipo de contenido publicado es la representación más pura del que publica: de lo que le disgusta, divierte e interesa. No obstante, conocer tanto a las personas suele llegar a ser decepcionante. La deshumanización e indiferencia del otro en nuestro país ha llegado a escalas crueles.
La explosión de un camión cisterna tras sufrir un accidente en la Troncal Caribe, en el corregimiento de Tasajera, municipio de Pueblo Viejo, Magdalena; que hasta ahora ha cobrado la vida de 41 personas, avista la displicencia de muchos frente a actos desastrosos. Según el testimonio de Manuel Cataño, conductor del automotor, el hecho se ocasionó presuntamente cuando dos personas, de los más de 80 que estaban saqueando el vehículo que transportaba gasolina, intentaron robar la batería. El suceso de Tasajera, como otros similares, acaparó la portada de periódicos y fue motivo de memes en cuentas donde se les hace gracioso reírse a costa del dolor ajeno.
Sin embargo, algo que han omitido los comediantes de la desdicha es el contexto mínimo indispensable del sector y sus habitantes. No hay que ser sociólogo para intentar dimensionar el actuar de los pobladores de una de las zonas más vulnerables del caribe colombiano. Hablamos de un municipio pobre que no cuenta con cobertura de servicios básicos como agua potable, alcantarillado y luz, en el que sus cerca de 33 mil habitantes dependen de la ahora debilitada producción pesquera artesanal en la Ciénaga Grande de Santa Marta, en que los políticos no tienen presencia si no es periodo electoral, donde al parecer la idea de robar es más por necesidad que por avaricia; contrario a lo que juzgan muchos.
Esta desventura es el resultado de la cadena de falencias que se tienen en las zonas periféricas de Colombia, en las que el Estado no garantiza a sus nacionales condiciones mínimas de supervivencia ni oportunidades para progresar, donde los derechos humanos están postergados a las clases de ciencias sociales de los pocos, con acceso a la educación, donde nacer es estar relegado a la pobreza y al abandono de la dinámica y el orden social oficial.
Se razona que el fin no justifica los medios o, por lo menos, es lo que éticamente hemos aprendido; a pesar de ello debemos entender que el raciocinio es una actividad que con hambre no va. No se puede exonerar a las personas por la imprudencia de su cometer, pero juzgarlos severamente, al punto de reírse de su muerte y denominarla “depuración necesaria” es desproporcionadamente superficial, insensato por no pensar en qué los llevo a ello y deja en evidencia la situación de privilegio de muchos internautas.
La desdicha de las familias de las víctimas es la derivación de la cultura del vivo instaurada en Latinoamérica, enseñada en el colegio de las calles y la universidad de la escasez; las expresiones de desahogo desnaturalizadas y egoístas, de algunos navegantes de las redes, vislumbra la empatía selectiva al calificar como ciudadanos de segunda clase a aquellos, que al estilo de los huachicoleros de México, intentaban contrabandear gasolina para recibir un poco de dinero a cambio y llevar algo de comer a sus casas, porque el hambre no da espera y más en tiempo de pandemia.