Columnista:
Alex García Sandoval
El pasado 7 de noviembre, después de largos días de incertidumbre, de recuento de votos y de acusaciones sin fundamento, el mundo presenció la más que cantada victoria de Joe Biden sobre Donald Trump en las elecciones a presidente de los Estados Unidos. La respuesta de Trump no se hizo esperar. Es más, su replicato ante la que él estaba percibiendo como una derrota más que inminente se produjo incluso antes de que se terminara el escrutinio.
“STOP THE COUNT!”, “I WONT THIS ELECTION, BY A LOT”, “IT’S A FRAUD”, eran las palabras con las que el mandatario daba sus últimas “patadas de ahogado” en Twitter. Ninguna de sus denuncias fue tomada en serio. Que dejaran de contarse los votos era la última baza que le quedaba, pues, al parecer, su advertencia al pueblo norteamericano de que Biden convertiría al país en Venezuela no habría surtido el efecto esperado.
La amenaza del socialismo y del comunismo («castrochavismo» para los «colombianoparlantes») ha sido una de las armas más usadas por la derecha de distintos países con el fin de sembrar el pánico en el electorado y atraer más votos. Aludir a un cambio drástico en el modelo económico, al más puro estilo de la Venezuela de Maduro o de la Cuba de los Castro, se convirtió en tendencia a la hora de preparar campañas políticas.
Lo vimos con Trump, por ejemplo, cuando en un discurso en Wisconsin, el 17 de agosto, dijo que de ganar Biden las elecciones, Estados Unidos se convertiría en «una gran Venezuela». Esta controvertida afirmación sonó a chiste para gran parte de la opinión pública, pero en la mayoría de sus votantes más fieles, entre ellos muchos exiliados de origen cubano y venezolano, la idea caló profundamente.
La imperiosa necesidad de combatir un socialismo un tanto adulterado no es propia solo de nuestro continente. Cruzando el charco, en España, presenciamos cómo la situación de Venezuela pasó a ser prácticamente parte de la sección de política nacional en la mayoría de los medios en 2016. Todo porque, en teoría, lo que ocurriera en Venezuela sería un reflejo de la sociedad española en función de quién llegara al poder.
No obstante, el ejemplo más manifiesto de cómo la derecha puede persuadir al pueblo con este argumento lo encontramos en Colombia. Basta con remontarse al Plebiscito por la Paz de 2016 para constatar que centrar el debate político en la amenaza del socialismo no solo copa portadas, sino que también puede ser muy efectivo. De esta manera, la presunta entrega del país a las FARC por parte de Santos consiguió desviar completamente la atención de la consigna inicial.
La llegada del «castrochavismo», un neologismo del que no se encuentra registro alguno en el ejercicio político más allá de nuestras fronteras, fue el principal argumento con el que los defensores del NO consiguieron sembrar el miedo en los votantes y decantar la balanza. «Santos es el títere del castrochavismo», decía Uribe en 2014. Se llegaron a ver incluso enormes vallas publicitarias con el eslogan de «Timochenko presidente».
Nada más lejos de la realidad. Aunque con ciertas modificaciones, los acuerdos de paz fueron finalmente implementados y, hasta lo que sabemos, cuatro años después, no hay rastro del «castrochavismo» ni del comunismo en el país. Es más, Colombia tiene una de las economías más abiertas y liberales de la región y la propiedad privada sigue siendo uno de los pilares de la democracia.
¿Santos títere del castrochavismo? Aplicando el sentido común, ¿quién podría llegar a tal deducción? Juan Manuel Santos pertenece a una de las grandes familias de la aristocracia colombiana, heredando, por ende, la tradición liberal, económicamente hablando, de la clase social a la que pertenece. Todo esto por no hablar de que desde 2005 militó en un partido de centro-derecha y accedió a la presidencia como abanderado del uribismo.
En cuanto al caso Biden, más de lo mismo: en las primarias del Partido Demócrata, competían dos senadores del ala progresista demócrata, Bernie Sanders y Elizabeth Warren, con un Biden como tercer aspirante que partía como único representante del «establishment demócrata». Además, su fórmula vicepresidencial fue Kamala Harris, una senadora de la línea moderada del partido.
En definitiva, el «castrochavismo» y «Venezuela» como herramientas de persuasión política están completamente desfasadas, más cuando siguen la tendencia de usarse en contra de propuestas políticas abiertamente liberales o en contextos geográficos y legislativos para los que tal idea es inconcebible, como es el caso de una España que actúa bajo las directrices de la poderosa Unión Europea. Es decir, por más que quisieran implantar el comunismo, es imposible que se lo permitan.
El concepto de socialismo está cada vez más desvirtuado en nuestra sociedad, y los que se valen del mismo para sembrar el pánico en los votantes de derecha desinformados son los que han contribuido en mayor medida a ello. ¿Puede un país adoptar un modelo económico socialista radical y derivar esto en una crisis? Por supuesto, pero bajo ninguna circunstancia será el caso de Colombia y mucho menos de Estados Unidos.
El castrochavismo no existe en Colombia. De hecho es una absoluta falacia, casi como un fantasma creado por algunos incautos para prender la llama del fanatismo. Es ilógico plantearse esta idea en contextos políticos y económicos para nada propicios, como son los mencionados. Biden ganó en EE. UU.; en Colombia existe un acuerdo de paz; y la moraleja de todo esto es que la amenaza del castrochavismo ya no tiene por qué asustar a nadie.