Columnista:
Luisa Fernanda Jaramillo Jaramillo
Quisiera poder explicar, aunque sea solo para mí, los sentimientos que me albergan desde la primera vuelta. «Tusa política», le he denominado, aunque no puedo delimitar con certeza lo que esto implica. Recuerdo la desazón que dejó la elección presidencial del año 2018, los dolores del 2019 y la profundización de estos en el Paro Nacional de 2021. Hace pocos meses estábamos llorando a nuestros jóvenes asesinados, desaparecidos, torturados por las fuerzas policiales y actores armados ilegales, defensores del establecimiento. Hasta el momento, nos lamentamos del nefasto Gobierno de Iván Duque y, en las más recientes elecciones al Senado y en la primera vuelta presidencial, incluso, llegamos a pronosticar con una mueca alegre la derrota del uribismo.
Algunos piensan, con bastante ilusión, que algo está cambiando, que un proyecto político fraternal, solidario y progresista se está gestando en nuestra sociedad. Confieso que yo también quiero creerlo; deseo creerlo porque es necesario recuperar el derecho a la utopía social y soñar con otros paisajes distintos a estas acostumbradas ruinas. Sin embargo, una sombra oscura y entreverada se tiende sobre nuestra pantanosa historia. Todos mis antepasados han visto a los gobiernos de turno llenarle de hambre la boca a los pobres; arrojar millones de ciudadanos a las calles de las grandes ciudades y al inxilio —para convocar a Roca—; condenar a un sinnúmero de seres humanos al anonimato de la muerte, a recorrer, como almas en pena, nuestra geografía nacional, en búsqueda del rastro de los suyos; obligarlos a ser el brazo aceitado de una máquina que es funcional a un sistema que se devora a sí mismo cada día.
Los más viejos sabrán con mayor claridad, si no les falla la memoria histórica, que los problemas de este país se encuentran en lo más profundo del entramado social y de nuestra constitución como ciudadanos y ciudadanas. Las problemáticas recientes más dramáticas de Colombia no obedecen, exclusivamente, a un proyecto político al que se ha reconocido como uribismo. Nuestra crisis es significativamente más profunda y arrastramos con ella hace más de treinta, de cincuenta, de cien años. Estas condiciones estructurales no se franquean de un solo brinco, como si fueran unos pocos escombros atravesados en el camino.
Mucho nos debe sugerir, para nuestra lucha, la lectura crítica del panorama político actual, por ejemplo, respecto a la putrefacción del sistema electoral y de las instituciones gubernamentales o sobre la decadencia ética de muchos políticos, la corrupción enquistada en los funcionarios públicos y en los políticos que pagan, muchas veces, con coimas del narcotráfico y de sus mecanismos de la muerte para la ejecución de actos fraudulentos y la manipulación de los instrumentos democráticos.
Una profunda y multidimensional tristeza comprende esta denominada «tusa política», esta decepción —que no es nueva y que muchos compartirán— de un sistema político cooptado por la asquerosa élite gubernamental, la misma que nos ha hecho creer que la democracia consiste en asistir a las urnas en un acto simbólico de renuncia al propio poder porque son otros, más bien ellos, los que deciden quién será el próximo presidente, el próximo alcalde, los ministros, los planes de gobierno, etc., y no el sujeto soberano de la democracia, el pueblo. Este contexto actual nos debe obligar a pensar en la verdadera función de las instituciones del gobierno y, por supuesto, en nuestro papel como sujetos históricos.
Cabe, de forma igualmente urgente, la crítica a un sistema educativo que tiene como función respaldar la ideología dominante y hacernos idiotas útiles para la concentración de los distintos poderes sociales (económico, político, militar y cultural) por parte de la élite. El sistema educativo debe construirnos como actores políticamente activos e informados, capaces de distinguir entre conceptos clásicos de la teoría, tales como «comunismo», «socialismo», «progresismo» o «autoritarismo»; y no dejarnos convencer por el miedo y por la historia oficial, construida desde arriba.
Este es uno de los puntos más preocupantes y tristes de la situación actual. Desde la producción y reproducción de determinados miedos, llegamos al absurdo extremo de defender las mismas causas políticas que nos han arrebatado la posibilidad de construir una historia distinta a esta que se ha escrito con la sangre de nuestros campesinos, indígenas, juventudes, líderes sociales, líderes ambientales y un extenso etcétera. Desde el miedo a proyectos políticos progresistas, los marginados repiten lo que dicen los políticos tradicionales del país y dirigen su acción electoral hacia candidatos que representan la horda de corruptos, los dueños de la tierra, los señores de la guerra y terminan apoyando a un viejo retardatario al que solo se le escuchan insultos y amenazas, en lugar de un proyecto político que pretende ser un pacto histórico en defensa de la vida y de la dignidad.
Como ven, el camino es largo y culebrero. Hay mucho por hacer porque esta coyuntura no es el tan sonado fin de un proyecto político que nos ha condenado a la desgracia, sino el inicio de esa larga lucha.