Columnista:
Julián Bernal Ospina
«Yo soy muy malo para ver la ciencia ficción, Yesid», dice Duque, y aparenta no darse cuenta de que vivimos en una brillante ficción de la ciencia o, más que un juego de palabras, en un relato de ciencia de la ficción. ¿Era muy «realista» pensar, hace unos meses, que íbamos a vivir en una pandemia mundial de un virus surgido de murciélagos en sus cavernas de la provincia de Guangdong, China, y que probablemente un pangolín fue el mediador que contagió a un pescador que llevó el virus al mercado donde vende lo que pesca, y que sin quererlo contagió a otros más, y que, por la globalización y los desarrollos tecnológicos, también llevaron ese mismo virus a otros, y estos a su vez a otros, y así a todo el mundo? No era muy «realista», y es lo que vivimos.
Duque así respondió en una entrevista de Semana TV, con Yesid Lancheros y Cristina Castro, tras la pregunta de si se había visto la serie Matarife, en formato sanguinario y virulento, se desprecia toda posibilidad del espectador de interpretar y hacer uso de sus recursos de inteligencia. Con un «No me gusta la ciencia ficción», Duque se detiene, guarda silencio, Lancheros espera, y se crea una incómoda escena, como queriendo decir algo que tal vez su mentor le ha enseñado muy bien: «Siguiente pregunta, amigo periodista». Rápidamente el amigo periodista cambia el tema. Pero, esa respuesta bastó a fin de saber qué es para Duque la ciencia ficción: el despropósito y la mentira; la manipulación de la realidad a conveniencia ideológica del escritor o del inventor. Cosa que para un presidente que se vanagloria de ser lector y amante de la literatura, parece una contradicción.
Mucho más si una de sus banderas es esa franja anaranjada que le ha querido tejer a la bandera amarilla, azul y roja. El presidente de la economía naranja, que se supone que se sustenta en la defensa del emprendimiento cultural –nombre que ya de suyo tiene mucha tela de dónde cortar, y no precisamente naranja sino negra y áspera, como de lija–, dice que la ciencia ficción es mentira ideológica.
Si algo nos ha salvado del estrujamiento y la incertidumbre es la ciencia ficción: el contar mundos posibles, imaginar las consecuencias de nuestras acciones en la vida de otros, comprender a lo que llegaremos si seguimos en la debacle ambiental, si no hay una reflexión profunda sobre lo que implica nuestra cultura de la destrucción. Esa triste cultura naranja. Todo esto es, sin menoscabo, la reflexión que propicia la ciencia ficción, que para él es una mentira, una vileza, no habla bien de quien dice defender la cultura.
O tal vez es eso. Para Duque la cultura es todo lo que pueda ser manoseado. Esa triste naranja tiene el color de los domiciliarios que luchan por los pesos de más, que atraviesan en sus bicicletas escurridizas toda la ciudad para llevar un queso. Eso es la cultura naranja, tal parece para Duque: una aplicación para comerciar. Esa sí es la cultura aceptada por el presidente. Sin hablar de los derechos olvidados, de los accidentes en el monstruo de los trancones, del desarraigo cultural y pérdida de dignidad de los migrantes venezolanos. Como candidato en campaña, en repetidas ocasiones se vendía como lector de novelas, como amante de la literatura, lo cual, tras esa respuesta irreflexiva en Semana TV, parece que era apenas una artimaña del “mozalbete inteligentón”, como lo llamó, irónicamente, Fernando Londoño, al comienzo de su campaña, en las pugnas internas del partido Centro Democrático.
Pareciera que Duque estaría más de acuerdo, en su olvido tal vez no tan espontáneo, con una naranja más mecánica, más maquinal, más instrumental. Tal vez le podría parecer más realistas los sometimientos psicológicos y psiquiátricos a los que fue inducido el personaje Alexánder Delarge, en la película La naranja mecánica (A Clockwork Orange, en inglés), adaptación de la obra de Anthony Burgess por el director Stanley Kubrick. Tal vez para él eso sí sería cultura: la posibilidad de que nos hagamos más humanos para ser más productivos. Trasluce en Duque la visión de una cultura sometida a los designios del mercado, y no el fundamento de una ciudadanía más crítica con sus propios líderes políticos, capaz también de separarse de ellos y de proponer diferentes y transformadores caminos.
A propósito de la detención preventiva del expresidente Uribe que hoy está en discusión, comprender la ciencia ficción no como literalidad, sino como metáfora adherida a la piel de la tierra, que hoy en día nos carcome en esta realidad antes imposible, nos podría llevar a una mayoría de edad política, en que los ídolos impolutos son remplazados por ideas, en que no hay personaje público que esté por encima de la ley, en que no se hacen caravanas con Crocs al aire por un símbolo que cae, sino por la ausencia de zapatos de millones de colombianos, en que la estructura paternal de la sociedad se emancipa y es capaz de concebir el país sin el lastre del caudillismo. Y, al fin, ser dueños de nuestro propio destino.
Duque, debería considerar mejor el alcance de la ciencia ficción, y dejarse impregnar por el espíritu reflexivo que auspicia ese género literario. Dejar a un lado esa triste naranja, exprimirla, y tomarse el jugo al desayuno, y encontrar otros símbolos de comprensión. Porque esa cultura que él defiende se parece más a la que hace unos años Ray Bradbury, en sus Crónicas marcianas –una narración de ciencia ficción, por supuesto– esboza. En ella, escribió sobre lo que significa la destrucción vertiginosa de una cultura, y su colonización ya padecida por todos. En un apartado llamado Las langostas Bradbury expone relaciones de género –las armas para los hombre, las vajillas para las mujeres–, la fiereza humana para la destrucción, el peligro de pensar que el mundo solo debería ser para los iguales. No parece esto muy poco “realista” que digamos:
Las langostas
Los cohetes incendiaron las rocosas praderas, transformaron la piedra en lava, la pradera en carbón, el agua en vapor, la arena y la sílice en un vidrio verde que reflejaba y multiplicaba la invasión, como espejos hechos trizas. Los cohetes vinieron como langostas y se posaron como enjambres envueltos en rosadas flores de humo. Y de los cohetes salieron de prisa los hombres armados de martillos, con las bocas orladas de clavos como animales feroces de dientes de acero, y dispuestos a dar a aquel mundo extraño una forma familiar, dispuestos a derribar todo lo insólito, escupieron los clavos en las manos activas, levantaron a martillazos las casas de madera, clavaron rápidamente los techos que suprimirían el imponente cielo estrellado e instalaron unas persianas verdes que ocultarían la noche. Y cuando los carpinteros terminaron su trabajo, llegaron las mujeres con tiestos de flores y telas de algodón y cacerolas, y el ruido de las vajillas, cubrió el silencio de Marte, que esperaba detrás de puertas y ventanas.
En seis meses surgieron doce pueblos en el planeta desierto, con una luminosa algarabía de tubos de neón y amarillos bulbos eléctricos. En total, unas noventa mil personas llegaron a Marte, y otras más en la Tierra preparaban las maletas…