Columnista:
Harold S. Cadena
«Quien no pudo cambiar su país antes de cumplir la cuarta década, está condenado a pagar su cobardía por el resto de su vida. Los héroes siempre murieron jóvenes. No te cuentes entre ellos, y termina tus días haciendo el cínico papel de un hombre sabio».
Estos son los versos con los que finaliza un poema crudo y sabio —estas dos palabras bien pueden ser lo mismo para el cínico— de un poeta de los de acá.
Desde Homero se sabe que el papel de héroe es fungir como tal ante los ojos de los demás seres humanos, pero no en privado, no en la reunión de amigos, no en la philía, sino en la stásis, en la confrontación pública, en la arena de lucha y batalla en la que aparecen muchos que aspiran a lo mismo. En tal ambiente el conflicto entre guerreros acusa dos cosas dentro de quienes participan: bien sea la conservación de la vida como acto instintivo y natural o, contra natura, el embate por la gloria que exige dotar las acciones de significado, de brillo, lejos de la mera conservación. El héroe piensa más allá de la vida para empapar de inmortalidad la vida misma. El resto, los «conservadores», no serán más que lacayos al servicio irrestricto y mudo de su propia vida, y como tal, con sutil desprecio, aparecerán ante los ojos de los demás. Son aquellos los que hacen «el cínico papel de sabios».
La ocasión de este escrito lejano en tiempo y en espacio a los griegos, no obstante, viene a dar algunas luces sobre las relaciones entre violencia y poder en ciertos escenarios sociales (en el sentido de la societas latina) y en la estructura administrativa desde la que se para el gobierno —sí, el Estado—. Todo ello en el marco del paro nacional.
En Colombia, durante más de tres meses, lo evidente ha sido que los jóvenes a lo largo y ancho del país han salido constantemente a las calles y han alentado a todo tipo de personas a hacerlo también. La situación de confinamiento, de decreto tras decreto de privación, de toque de queda y, de paso, de una especie de formación de lo público como lugar peligroso, lugar de contagio y comparendos, se esfumó poco a poco con la toma de los espacios públicos como los lugares para las manifestaciones y las protestas. Lo novedoso del asunto es que esto haya acontecido en municipios donde no pasaba nada: es el caso de la Sabana de Occidente.
En años anteriores siempre sucedía que los habitantes de estos municipios (véanse Funza, Mosquera, Madrid, Facatativá, Chía, etc.), que estaban motivados a participar de las protestas, se dirigían al epicentro más grande y cercano: Bogotá. Pero este año, para curiosidad de las administraciones municipales y todas las personas que viven o trabajan en las zonas industriales aquí ubicadas, se han venido llevando a cabo una gran cantidad de movilizaciones, protestas, tomas culturales y bloqueos durante estos más de tres meses.
Este gran encuentro de personas para organizarse y actuar de alguna manera ha venido de la mano con la experimentación de las potencialidades que surgen cuando están juntas. Así se han abierto espacios de reunión, debate y deliberación, que son destacables pese a la escasez de comprensión y capacidad de juzgar que rayan con la inopia, y que a lo mejor dan cuenta de los efectos de la privación del pensamiento político a causa del desconocimiento y la nula experiencia en los espacios políticos en los que participa activamente la comunidad, es decir, por la ausencia de política en el sentido estricto de la palabra (no hay una experiencia más rica y refinada en las instituciones de gobierno, ni siquiera en el mismo Congreso donde el último gran debate fue hace casi cien años, en 1929).
Por el otro lado, se han organizado grupos de confrontación a la fuerza pública, autodenominados «primera línea». Por supuesto que estos grupos de personas se han mezclado activamente mediante la toma de lo público, en especial, cuando hay bloqueos y movilizaciones en puntos neurálgicos económica o administrativamente hablando. Los unos para cumplir con el objetivo de manifestarse, protestar, causar una molestia o shock en público con las arengas, gritos, trajes y pancartas; y los otros para proteger estas manifestaciones y confrontar a la fuerza pública (Esmad) cuando hace presencia y ataca.
Los enfrentamientos en municipios como Madrid dejaron dos muertos y cientos de heridos. La desafiante primera línea, que ya en su nombre hace una especie de alusión al combate directo, se ha visto muy superada por la violencia que ejercen los miembros de la fuerza pública. Esta necesidad del combate en las calles en la que concluyen, una lucha directa y de alguna manera armada a la que llaman, es ampliamente conocida por el Estado desde hace mucho tiempo. Porque el Estado tiene su razón de ser en la violencia (es esta necesidad la que lo hace necesario).
La violencia es fundamento del Estado —detrás de lo que se esconde su otra facultad: la de dar muerte de facto o dejar morir; en todo caso: excluir hacia la muerte—. Y vende la violencia tras la necesidad de la seguridad, tras el cuidado de los miembros que lo suscriben. Una llamada de las gentes que se sienten afectadas, molestas o, sencillamente, irritadas por escuchar a los manifestantes replica esa necesidad de un instrumento de cuidado y restauración del orden —aunque este sea imaginario— ante la amenaza de un enemigo de esa idea de orden público, y menoscaba los reclamos hechos a través de la manifestación, deslegitima la protesta —según el gobierno— y provoca su disolución mediante la conducción violenta (en menor o mayor grado) de la fuerza pública.
Así entonces, el poder del que hacen gala las administraciones municipales, departamentales y nacionales es la manifestación de sus instrumentos de violencia para mantener un estado de las cosas según lo definan a su libre discreción, con excusa de la seguridad y el cuidado de la mayoría de la sociedad civil, haciendo indistintos los dos conceptos en la práctica. En cambio, el poder que puede surgir del encuentro de personas, y que no se instrumentaliza meramente, tiene la cualidad (entre otras) de posibilitar una separación de la violencia, porque constituye espacios en los que puede haber deliberación y decisión política.
Sin embargo, —y esta es la cuestión amarga que viene encima—, la astucia de los legisladores y gobernantes, en su intentona por «institucionalizar» y «estatalizar» todo movimiento que tienda a la organización política fuera de las lógicas de la estructura de la administración estatal, es la creación de leyes que «promuevan» la participación «política» dentro de organismos formados para tal fin como entes de veeduría, destruyendo así todo canal de formación política alterna que no camine por estas lógicas anquilosantes. Para lo mismo se firman acuerdos, como se lo ha hecho desde hace mucho tiempo, y se hace lo que sea con tal de que los que están en paro se vayan a sus casas, se sientan escuchados e incluidos, y finalmente se desmovilicen tomando las «alternativas» de comunicación y «participación democrática» que se les indiquen. Tienen las de ganar siempre que la protesta sea «contra el gobierno y sus reformas», porque así sea para mal, le reconocen. Por el contrario, es distinto cuando esos que protestan desvían su mirada y se fijan en que la respuesta no está gritando para arriba, sino concertando junto con aquellos rostros que están a un costado, en la cercanía, ante los ojos.
Lo más difícil de «este paro de nuevos», como lo llamó Ricardo Silva Romero, es mantener eso: lo nuevo. Y lo nuevo estimula constantemente la aparición de lo infinitamente inesperado en manos de la acción. Lo difícil es aprender que el poder no es replicar el mismo modelo de siempre, pero con otras caras y «a favor del Pueblo», como algunos quieren llamar a la «revolución». Eso apenas y es un moderado reformismo en un sentido muy conservador. Y no es, para nada, lo nuevo. Lo difícil es tomarse la molestia de continuar actuando a largo plazo junto con los demás, divisando otros horizontes posibles de organización en comunidad, y constituyendo, quizá, espacios de participación auténticamente política. Eso es difícil en un país que carece de esa experiencia. Pero si no es afrontar lo difícil atendiendo al significado del que debemos dotar nuestras propias vidas, solo restará afrontar la vergüenza de portar hasta el último día la cara del cínicamente sabio que en el fondo de su corazón se sabe un cobarde.