La sutil magia de los treinta

Los treinta surgen, antes de cumplirse, como una medida de lo que se quiere alcanzar: en lo profesional, en lo laboral, en el concepto de tejer una familia o no.

Opina - Política

2017-11-16

La sutil magia de los treinta

El concepto de la edad es trascendentalmente relativo, a raíz de que todos tenemos vidas distintas: naufragios, sueños, duelos, recuerdos, lecciones y vicios. La edad tendría el sentido esencial que suele atribuírsele si todos tuviéramos una edad exacta a lo que todos llegamos y se nos cruza la Parca.

Sin embargo, en nuestra calidad de seres naturales, se suscita la importancia de una recurrencia cíclica que es legitimada desde la antigüedad, véase el acertijo de la Esfinge hacia Edipo, que todos leímos en aquel ligeramente cándido libro, El mundo de Sofía: “¿Cuál animal anda en cuatro pies, en la mañana; en dos, en la tarde, y en tres en la noche?”, a lo que Edipo responde: “El hombre”.

En este orden de ideas, dicho ciclo no necesariamente se cumple, dados los factores sociales que irrumpen en él. La adolescencia resguarda, per se, la condición de ‘adolecer’. Todo se sufre, la hormona reluce en la efervescencia de lo que se anhela, de lo que se ama o se cree amar y el otro juega un papel preponderante donde la individualidad se define desde los avatares de la identidad, aquella que empieza a perfilarse dentro de distintos moldes masificados en la sociedad.

Dentro de ese esquema cíclico que debe cumplirse socialmente, los treinta surgen, antes de cumplirse, como una medida de lo que se quiere alcanzar: en lo profesional, en lo laboral, en el concepto de tejer una familia o no, en tener una casa, en los viajes y demás condicionantes que nos llenan de afanes superfluos para algunas personas o de propósitos vitales para otras; por tanto, es elección, desde nuestra concepción de libertad, felicidad y autonomía, si se consuman o no.

Sin embargo, durante ese trayecto entre los veinte y los treinta, suele darse ya sea una readaptación, una negación, una renuncia, una consolidación o un replanteamiento de esos ideales y, cuando se soplan las treinta velas, hacemos el inventario de aquella industria de los recuerdos, de lo que se logró, de lo que falta cumplir o de lo que no imperiosamente tenía que alcanzarse.

Surge la ya reconocida crisis de los treinta y muchos ven en esta edad una nueva oportunidad, o bien, un duelo de aquella juventud que, dentro de los parámetros o ideales antes expuestos, no se logró finiquitar total o parcialmente. Dicha crisis no es más que una lectura desventurada del fracaso que, muchas veces, no debe leerse como tal sino como una forma de resignificar los principios que se han cimentado desde que se tiene uso de razón.

Cuando adolescentes, celebramos los cuatro pelos que aparecieron en la chivera y aplaudimos en el espejo el rostro que parece una peluquería mal barrida, mientras que en los treinta surge la somera o fatal angustia por la alopecia que deja sus avisos o ya no tiene marcha atrás. Bien podría hablar en primera persona, porque es claro que este caso es apenas un escenario entre muchos, pero también es el caso de muchos; por ende, opto por un tratamiento más generalizado.

Strindberg afirma que: “Cuando se tiene veinte años, uno cree haber resuelto el enigma del mundo; a los treinta reflexiona sobre él, y a los cuarenta descubre que es insoluble”. Por tanto, esa segunda edad es el momento donde la individualidad puede recobrar el valor más consecuente con lo que se ha gozado, se ha sufrido y se ha aprendido. Es cuando el discernimiento más convoca a considerar quién, en realidad, es cada uno.

Dejamos de ser muchachos y nos convertimos en señores. Suele reducirse el ímpetu de lo que se sueña y aflora la sobriedad de lo que se aprendió. En todo caso, son distintas las lecturas que hacemos de la edad y, del mismo modo como se ve el vaso medio lleno o medio vacío, cada año se puede leer como uno más o uno menos.

Los que por este tiempo estamos en dicha línea de las tres décadas, los satanizados ‘millenials’, estamos en un tiempo de reivindicaciones. Representamos, quizás, la última generación bendecida que se aporreó el pellejo hasta el hartazgo y jugó a la golosa hasta que empezaba Café con aroma de mujer. Fuimos los últimos que tuvimos la magia del “Cuelga tú”, mientras el dedo índice hacía círculos en el cable espiralado del teléfono de disco, que estaba protegido por una clave de wifi que tenía forma de llave y el módem era un pequeño candado.

Somos los que heredamos el duelo de una cruda guerra y los que repensamos con más ahínco los paradigmas para que las generaciones venideras gocen de un entorno más favorable. En fin, quizás este momento es la oportunidad de repensar que la edad no se mide en años, sino en aprendizajes (por cliché que parezca) y que es el momento de resguardar lo vivido, discernirlo y comprender que la juventud es una decisión, que no fatalmente debe ser enemiga de la experiencia.

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Manuel Felipe Álvarez-Galeano
Filólogo hispanista, por la Universidad de Antioquia; máster en Literatura Española e Hispanoamerica, por la Universitat de Barcelona. Aprendiz de escritor, traductor, corrector y conferencista. Estudiante del doctorado en Estudios Sociales de América Latina, en la Universidad de Córdoba, Argentina. Docente de lengua y literatura, de lenguas clásicas y romances, y de estudios sociales. Ha publicado los libros El carnaval del olvido, en Málaga, España (2013); Recuerdos de María Celeste, en Medellín (2002), y la novela El lector de círculos, en Chiclayo, Perú (2015).