Obsérvese que las primeras cinco letras con que se escribe la palabra privatización son justamente las mismas iniciales de la palabra privar, que, de acuerdo con el Diccionario de la Real Academia de Española, significa: “Despojar a alguien de algo que poseía”.
Cabe decir que así como el cigarrillo, el uso de sustancias tóxicas y el abuso del alcohol son perjudiciales para la salud, la privatización de la salud les hace mucho daño a la salud de las personas, por tratarse de un despojo, de un atraco legalizado, pero ilegítimo; la privatización de la salud es una medida injusta; por definición y por acción, la privatización de la salud es trasladar la actividad pública de la salud al sector privado, mejor dicho, es como robarles a los ciudadanos, no solo la atención sanitaria, sino la salud misma, su estado de bienestar físico, mental y social.
La salud no puede ni debe convertirse en un negocio, porque degeneraría en una infamia, en una perversidad lucrativa. Es dable pensar que los empresarios de la salud no la verían como un derecho fundamental de las personas, sino como un negocio privado, el cual tendría que estar sujeto a las leyes del mercado, de la oferta y la demanda. Los vendedores de salud no querrán que su negocio quiebre.
Los mercaderes insensibles de la salud considerarían (como un mal menor) que lo pacientes agonicen en las puertas de sus clínicas que ver su negocio en bancarrota o encontrarse ellos mismos asfixiados por las deudas.
El derecho a la salud debe volver a ser lo que era antes de ser un negocio especulativo de particulares, esto es, un derecho fundamental de los seres humanos; debe volver a ser eso a lo que todos tenemos derecho de disfrutar sin distingo de sexo, color de piel, orientación sexual, nacionalidad, lengua, etc., ya que solo importa nuestra condición de seres humanos. Y el Estado tiene la obligación de garantizar el cumplimiento de todos los derechos, sobre todo el derecho que nos ocupa, cual es el derecho a la salud de los ciudadanos.
Y es un insulto que las vacas del expresidente y senador de Colombia, Álvaro Uribe Vélez, gocen de mejor salud que muchos colombianos, puesto que fue él el ponente de la Ley 100, la misma que ha sido señalada de causar el desastre de la salud.
En Colombia se han conocido casos de clínicas que no atienden a las personas, a pesar de haber sido interpuesta una acción de tutela que las obliga a prestar la atención debida a un paciente determinado.
El Gobierno de Colombia tiene que intervenir, tomar cartas en el asunto, adoptar medidas efectivas para corregir la hecatombe de la salud. La ciudadanía toda debe asimismo asumir el valor civil de exigirles al Ministerio de Salud, a la Superintendencia Nacional de Salud y a todas las instituciones, aun personas, a las que les competa el asunto para que actúen, hagan algo, y acaben de una vez por todas con el negocio macabro al que han transformado la salud de los colombianos.
Muchas clínicas realizan la danza del buitre, merced a su comercio carroñero. La atención en salud que proveen es tan infrahumana, que haría templar de indignación hasta al más insensible del mundo. Los entes de control del Estado colombiano tienen que tomar medidas correctivas al respecto. Las gentes no se curan tomando solo acetaminofén o ibuprofeno.
Además, estos medicamentos parece que no sirven para aliviar ni curar nada. Aparentemente, solo sirven para llenar de dinero los bolsillos de los dueños de las empresas farmacéuticas. La Administración de Alimentos y Medicamentos de EE.UU. (FDA, por sus siglas en inglés) ha advertido a los médicos sobre la prescripción de medicamentos con más de 325 miligramos de acetaminofén. No estaría demás investigar si en Colombia ha habido abuso en la prescripción del acetaminofén, con el fin de evitar que las clínicas la confundan con la pastillita milagrosa.
En consecuencia, los pacientes y la ciudadanía en general tenemos que hacer valer nuestros derechos humanos. Tenemos que activar nuestro valor civil y denunciar. Emplear todas las herramientas digitales posibles, tales como las redes sociales y blogs. Porque los derechos no se mendigan, se exigen.