La nueva Edad Media

Opina - Sociedad

2017-05-26

La nueva Edad Media

La humanidad vivió muchos siglos en medio del oscurantismo y la ignorancia. El Feudalismo fue un periodo durante el cual los hombres se rigieron, esencialmente, por los dictados de la religión cristiana. Europa estaba sometida a un régimen servil en el cual unos Señores, dueños de la tierra, eran también dueños de vidas y haciendas. Los demás solo alcanzaban la condición de Siervos de la Gleba. La vida era lenta, elemental y simple: se producía para el consumo inmediato. El comercio era mínimo y la autoridad moral estaba en cabeza del cura. Palabras como derechos y garantías eran desconocidas.

El Renacimiento mostró la luz al final del túnel. Los saberes aplicados y la exploración astronómica espantaban los fantasmas del medioevo. Copérnico, D’avinci, Bruno, Galileo, perseguidos y acorralados por los prejuicios religiosos, apenas alcanzaban a dejar sus enseñanzas. Maquiavelo, por separar la moral (léase, la religión) de la política fue acerbamente calumniado, mal interpretado y perseguido, mientras paliaba la prohibición de los Medicis de participar en política. Pero ellos salieron adelante y lograron echar los cimientos para que un pensamiento moderno pudiera abrirse paso.

Y vino la modernidad: primero Descartes, luego Leibniz, Newton, Locke, Hobbes, Montesquieu, Rousseau y Voltaire, cultivaron la razón. El hombre regresó al centro de la atención y con él los derechos y las garantías. Claro que fueron necesarias las revoluciones americanas y francesa para que un nuevo amanecer alumbrara el pensamiento. Se creó el Estado de Derecho. Se expidió una Constitución en Francia.

La Iglesia fue puesta en cintura con la laicización del Estado. El ideal positivista de El Progreso se hizo popular. Pero Roma seguía locutando. El trono de San Pedro, en la pluma de Pio X, tronó contra la modernidad y se castigó al Liberalismo como pecado mortal. Leer, pensar por sí mismo, disentir, fueron motivo de anatema, pero el mundo no se detuvo, siguió su curso.

Las naves de la exploración espacial, la indagación científica sobre los secretos del genoma humano y los factores constitutivos de la vida, desplegaron sus velas. El siglo XX parecía haber logrado por fin aclimatar la sindéresis y domar los demonios de la superstición y la fe hirsuta e insensata.

En nuestro país la Constitución de 1991 alumbró el modelo de Estado Social y Constitucional de Derecho, laico y civilista. Parecía que por fin la razón había triunfado.

Falsa ilusión: los demonios no solo están vivos, sino más saludables que nunca.

Inexplicablemente la civilización occidental, y nosotros con ella,  ha venido a caer por arte de fatal involución,  en una nueva edad media. Con minúsculas.

Las gentes del común, pero  incluso personas con formación universitaria y, obvio, nuestros legisladores, amparados en una supuesta post-modernidad, han regresado al pensamiento mágico. Los adivinos siguen gozando de inusitado prestigio.

El retorno de los brujos se ha consumado.

Resulta que el libro del Deuteronomio es más importante que la Constitución Política: impúdicamente un representante a la Cámara declara que para votar en un debate legislativo sobre el referendo nefando relativo a la adopción de niños, ha consultado esa cosa informe que llaman La Biblia antes que la Carta Política.

Se olvida el fanático legislador de que la Biblia no es otra cosa que una cosmogonía, una entretenida colección de historias, escogida y ordenada por el Concilio de Hipona, celebrado en la patria de San Agustín en el año 393, el cual los obispos de la época separaron “el oro de la escoria”, según su leal saber y entender. A diferencia de El Corán que tiene la pretensión de haber sido dictado directamente por el arcángel Gabriel a Muhammad, la Biblia es solo una antología convencional realizada por los obispos de la cristiandad.

Y ahora, como si no fuera suficiente con la vocinglería intransigente e histérica de las sectas disidentes, el etéreo Secretario de la Conferencia Episcopal, Luis Augusto Castro, poseído de un espíritu Savonarolaico clama por la manifestación pública de su grey para que los “fieles de la fe” levanten su voz para defender “el valor sagrado y la dignidad de la vida humana y de la familia”.

Y uno se siente en plena época de los fisiócratas, cuando un sujeto como Pierre-Samuel Dupont de Nemours (1739-1817)- en su libro De L’origine et des progres d’une sciencie nouvelle (1768) proclamaba que “la autoridad soberana no está para elaborar leyes, porque las leyes ya están hechas por el creador; las leyes del soberano solamente deben ser actos declarativos del orden natural, y en consecuencia las ordenes contrarias a las leyes naturales no son leyes, sino actos insensatos que no deberían ser obligatorios para nadie.”

Ciertamente nada hay que objetar al derecho a la libre expresión de sus ideas y creencias. Si algo debe caracterizar a la forma democrática de gobierno es el respeto por el derecho al disenso y a la pacífica y respetuosa expresión del mismo.

Infortunadamente, ellos, los que ahora claman para impedir que un asomo de la modernidad pueda aclimatarse entre nosotros, son los mismos que, no ha mucho, desde púlpitos incendiarios lanzaron anatemas virulentos que se convirtieron en órdenes de batalla para las mentalidades romas y las almas fanáticas imbuidas por el espíritu medieval de cruzada.  Matar liberales “ateos” y masones y quemar sus casas no era pecado, apenas si limpiar de iniquidad la tierra.

Claro que no era solo la defensa de sublimes ideales religiosos, pues detrás estaba enlazada la salvaguarda de los privilegios económicos que una posición cultural e ideológicamente dominante implicaban para una organización eclesial multimillonaria, a despecho del ideal cristiano de pobreza.

Ahora, por Tirios y Troyanos, se habla con total abstracción histórica y sociológica de ideales referidos a instituciones como la composición de la familia, como si la estructura de esa célula social no estuviera inescindiblemente unida a las circunstancias históricas, económicas y sociales de cada época.

Se habla con total desparpajo de la defensa de la vida desde la fecundación misma del ovulo, pero no se mueve, ni una paja para destinar aunque sea una fracción mínima de los ingentes recursos económicos que las organizaciones religiosas amasan, para atender a la vida, la salud y la manutención de la población infantil o de los ancianos desamparados, dejados de la mano de su Dios.

Imagen cortesía de: New Statesman

Se habla olímpicamente del derecho a la objeción de conciencia, cuando ellos mismos, en los medios masivos de comunicación, obnubilan todas las conciencias, empezando por las más tiernas e infantiles en los colegios confesionales infundiendo en los párvulos toda clase de miedos fundados en amenazas de condenaciones eternas y de infiernos infinitos.

Que se pronuncien en contra de los cambios y de la modernización institucional. Están en su derecho. Pero que no mientan, que no fabriquen falsas implicaciones para la sociedad derivadas de la no aceptación de sus prejuicios religiosos. Que afronten el debate con altura, con argumentos, con serenidad.

Y, sobre todo, que no obstaculicen la consagración legal de otras opciones. La Ley es un enunciado general, impersonal y abstracto, en el cual tenemos que caber todos, con nuestras diferencias y nuestras particularidades. La puerta de la Ley tiene que ser grande e incluyente. Eliminar la prohibición de un comportamiento, o estipularlo como conforme a derecho, no implica establecer su obligatoriedad.

El que el aborto, el matrimonio igualitario, la eutanasia o la adopción, sin odiosas discriminaciones, sean permitidos no tiene por qué implicar que se convierta en obligatorio abortar o casarse con otro sujeto del mismo sexo o exterminar a nuestros enfermos terminales o dar en adopción los niños solo a matrimonios igualitarios.

La diferencia entre el talante democrático y el autoritario radica en que el primero no teme someter sus postulados al libre examen, mientras el segundo siempre requiere del acto autoritario de la prohibición para poder imponer sus criterios.

 

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Armando López Upegui
Historiador, Abogado, Docente universitario y Maestro en Ciencia política.