Columnista:
Jaír Villano
«Dios ha muerto. ¡Nosotros lo hemos matado!», dice el loco que viene de las montañas, y la historia occidental no volverá a ser la misma. El hombre reconoce su soledad, el sin sentido que acompaña su existencia, la infinita certeza de la nada, el vacío que antecede la verdad y el bien ejercido antes: la desvalorización de los valores supremos es hincada.
Pero no es una cuestión teológica, sino metafísica. Es también social. La ideal del dios muerto no deriva genuinamente en Nietzsche, sino en Hegel y Maïnlander, es decir, de pensadores que han interpretado el devenir errado de la humanidad. El remplazo de nuevos ideales en un mundo abandonado por los dioses.
Es por esto que la discusión en torno a la creencia o no de Dios —por parte de un candidato presidencial— es propositiva en términos de reconocimiento. Es una visión lejana a la que el Estado colombiano ha promovido. Y con la que se expresa una de las tantas formas de contradicción, la labilidad fomenta la desgracia y el desorden del régimen, pues a pesar de declarar la laicidad en la Carta Magna la iglesia sigue ejerciendo una influencia y un poder a todas vistas notable.
Tan es así que el supuesto ateísmo del candidato es motivo de ataque y rechazo. Puesto que no cree en el valor supremo es un individuo de no confiar. Un escéptico en la connotación más temerosa. O en el peor de los casos —esa forma vil de amedrentar al rebaño—: alguien «malo», que no reconoce la «verdad», alguien «inmoral».
Pero hay que disimularlo: «Hay otros que solo creen en lo que ven y explican lo bueno que les pasa en sus vidas por efecto de las casualidades. Valoran más a un súperpoder humano que desconoce el crédito del verdadero origen de los milagros», y cosas así por el estilo dice una columnista de la revista Semana «Yo sí creo en Dios, en línea».
En Colombia no es bien visto dudar. No dudar nos impide reconocer. No reconocer imposibilita el respeto por la diferencia.
Por supuesto que esto lo sabe el politiquero. (Ese zorro que aguarda a su presa tres pasos antes). Lo usa a favor suyo y en contra de sus contradictores. Sus premisas morales, religiosas, éticas son solo un pretexto que actúan al tenor de sus intereses. Sus electores lo ignoran. Creen que los representa. Se sienten representados en un sujeto sin honestidad intelectual.
La contienda política ideal no existe en este país. De ser así, se tendría que discutir en la perspectiva más amplia y divergente, con matices hondos, con paradojas que construyen, pero aquí todo es reducido a montajes, falacias y señalamientos ad hominem. La política en Colombia es la expresión paupérrima de la controversia.
La Constitución actual es joven. (La antecedida era absolutamente anquilosada en términos de derechos y tolerancia). De pronto, eso explica sus nefastas e incompresibles incoherencias. Así y todo, hay una sombra que no podemos perder de vista: que hoy la orilla más extrema reafirme la existencia de dios, como negación de la duda, es interesante. Por más sinuosas que sean sus rabietas, hay un eco de avance.
Un avance no es el cambio y la apertura cultural que muchos deseamos. Pero sí el nombramiento de lo distinto. El hecho de que alguien de buena fe entienda hay otro(s) sin su fe, con otra fe, y que no es algo de «moda», como reza la columnista
«Hoy día nos dicen que creer en Dios es de retrógrados y cavernícolas, que está pasado de moda. De hecho, nos venden la idea de que una vida moderna y progresista es la que satisface los deseos a través de acumular riqueza, fama y poder», golpea con guante de seda la autora.
¿Quién dice que el progreso es acumular «riqueza, fama y poder»? ¿No es el dios neoliberal el que incentiva el éxito materialista? ¿No es el sistema capitalista el que vende el imperativo de la posesión como garantía de progreso? ¿Acaso no apela al maniqueísmo más dañino al separar entre retrógrados y progresistas a creyentes y no creyentes?
Hay que hacer una precisión: no se puede negar lo que no ha existido, «para poder matar a Dios es necesaria la premisa de concederle una existencia», dice Carlos Gentili en una perspicaz asociación del nihilismo y el cristianismo en Nietzsche. Si esto lo trasladamos a este contexto, para reafirmar la existencia de un dios es necesario conceder su negación. Es decir, su fallecimiento. El uribismo no percibe la contradicción. Sin saberlo, y sin quererlo, excitan —con su afirmación— la duda.
La adopción de valores supremos es más proclive en mentes incapaces de aceptar el crudo y voraz devenir de la existencia. En Ecce homo, el filósofo invita a tal afirmación: «un decir sí sin reservas, al dolor mismo, a la culpa misma, a todo lo que la existencia tiene de problemático y de desconocido». En pocas palabras: amor fati.
El nihilismo no es una cuestión de ateos, como equivocadamente se cree. Es sobre todo del humano que adopta ideales para huir del sin sentido que lo atormenta, porque ignora que arrostrar ese tormento provee aguante y fortaleza, un hombre superior, un hombre que se renueva, un hombre que se supera a sí mismo alcanzando la voluntad de poder. In summa, el übermensch.
La negación del sufrimiento en un mundo que pese a sus desgracias establece como imperativo la felicidad explica todo esto. El enmudecimiento del dolor espiritual es una problemática global. Los comerciales farmacéuticos, y los líderes de la positividad, prometen una vida sin él. El dolor estorba.
No es tan difícil, entonces, entender las razones por las cuales una nación donde florecen calamidades a diario es manipulada con una disyuntiva que ya debería estar superada. La estrategia consiste en hacer creer que en una realidad como la nuestra es imposible vivir sin el sentido eterno y positivo del dios que promete la salvación. Hay que actuar al tenor de sus representantes terrenales, entre ellos los políticos.
Es una posición respetable, como muchas de la vida. Pero también es una falacia aprovechada por quienes se llenan los bolsillos con el mantenimiento del statu quo. Una estratagema que utiliza la inocencia de algunos para continuar sin que nada altere sus ambiciones. Algo que nos impide crecer como sociedad: se rechaza, estigmatiza y relega al que no piensa igual. Se fomenta una cultura homogénea: negada a convivir con las diferencias.
Ser ateos o creyentes no nos hace mejores ni peores ni malas ni buenas personas ni «retrógrados» ni «progresistas» ni inteligentes ni obtusos. Respetar y tolerar las posturas del otro, en cambio, nos hace humanos. Nos aparta del resto de las especies, incapaces de entender que no se está en el mundo, sino ante él. Eso implica la consciencia y el respeto por quienes nos rodean.
Celebrar la divergencia, convivir con ella y a pesar de ella, nos haría una mejor sociedad. Negarse a ese cambio es conformarse con un país que en sus rincones arde en llamas, pero que al mismo tiempo es sedado con paliativos.