Columnista:
Francisco Cavanzo García
Tanto en aulas universitarias como en recintos políticos colombianos se repite una y otra vez con fe dogmática, que solo el Estado es el que debe ejercer «el uso de la fuerza». Concepto nacido, entre otras, a partir de la misma definición del Estado por el sociólogo Max Webber, según el cual, es la institución estatal la que posee el monopolio legal del uso de la violencia. Esto no es más que una fantasía autoritaria, la excusa perfecta para la tiranía, para dejar a los ciudadanos no solo a merced de funcionarios y servidores corruptos, sino de aquellos que se pasan por la faja esa supuesta legitimidad. Es momento de revisar la vigencia de este concepto ahora, cuando el agua enjoyada de los colombianos baña cada rincón del país.
La horrible noche aún no cesa, cadáveres de ciudadanos se apilan en las calles tras los periodos de violencia de las últimas horas. Poco queda claro tras los aterradores momentos, nos abordan una infinidad de preguntas: ¿quién estuvo involucrado en la violencia?, ¿quién autorizó a disparar?, ¿quiénes dispararon?, y ¿cuántas muertes tendremos que lamentar cuando el telón caiga? En medio de esta brumosa situación es más que evidente, gracias a medios alternativos y usuarios de redes sociales, que a través de la ola de violencia se cometieron excesos por parte de la fuerza pública, de manifestantes (tanto infiltrados como anarquistas) y de delincuencia común. Los ciudadanos, manifestantes o no, quedamos emparedados entre el comportamiento antiético, el odio visceral y el oportunismo delincuencial.
Luego de ver, no decenas, sino cientos de imágenes de violencia impune, el terror se ha apoderado de millones de corazones. Muchos se sienten no solo desprotegidos sino perseguidos sin razón por las instituciones, otros temen por su integridad o la de su propiedad.
Por ello, al ver la situación actual una conclusión se ha hecho evidente: el Estado (sea quien sea que esté gobernando) es incapaz de brindar la protección adecuada a sus ciudadanos, la corrupción y la incompetencia hacen esta labor imposible.
Policías disparando a diestra y siniestra sin ningún reparo por el procedimiento oficial y mucho menos por la vida, evidenciado por los informes de Human Rights Watch o en las decenas de videos y fotografías de uso de fuerza letal sin aparente justificación, solo demuestran la evidente falta de entrenamiento de la fuerza policial tanto en procedimientos como en ética y la enorme incompetencia de los funcionarios a cargo de los escenarios de crisis.
Ni hablar del incremento en la percepción de inseguridad de los ciudadanos, la cual es la más alta en los últimos cinco años según la encuesta de victimización y percepción de la Cámara de Comercio de Bogotá; encuesta que también arrojó que 8 de cada 10 mujeres bogotanas no se sienten seguras en la ciudad. La avalancha delincuencial nacional y adicionalmente, en menor medida, la venezolana (de acuerdo con el secretario de Seguridad de Bogotá más de 11 000 ciudadanos venezolanos han sido arrestados delinquiendo, desde 2018 al 2020) junto con la apocalíptica estupidez y deshumanización de las autoridades que ostentan ese uso legítimo de la fuerza, hace que los ciudadanos terminemos quedando a merced de un Estado corrupto e inepto o la enorme multiplicidad delincuencial en la forma que sea, ya sea organizada, narcoparamilitar, narcoguerrillera o común. Dos fuerzas supuestamente opuestas, pero que se han transformado en una vorágine indetenible que constantemente arremete contra los ciudadanos y su propiedad, una situación que nos deja con una duda vital: ¿cómo defender nuestra integridad física y la de nuestra propiedad si el Estado es claramente incapaz?
El cuestionamiento del monopolio de la fuerza no es algo que se presente a menudo. Para algunos es la puerta para que la violencia y la delincuencia se incrementen. Este sector, usa como ejemplo la política pública de EE. UU. con respecto al porte de armas, la cual, encuentran «problemática» por el alto nivel de homicidios en aquella nación; sin embargo, lo cierto es que a pesar de ser la nación estadísticamente con más armas de fuego legales también es la número 62 en la lista de asesinatos per cápita intencionales del Banco Mundial. De hecho, varias de las primeras naciones de la lista, como Dinamarca o Colombia poseen legislaciones mucho más estrictas con respecto al uso de armas de fuego. Además, las cifras de delincuencia en los Estados Unidos han ido cayendo estrepitosamente en los últimos 20 años, mientras las cifras de armas legales cada vez aumentan.
El principio de la legítima defensa se nos ha arrebatado poco a poco, es usual ver la persecución hacia un ciudadano por parte de la Fiscalía luego de haberse defendido y ultimado a un delincuente. Ni hablar, por supuesto, de enfrentarse con los miembros de una institución estatal que comete abusos. Por el contrario, la segunda enmienda de la Constitución norteamericana protege el derecho natural de la vida, la posibilidad de protegerse contra cualquier enemigo que esté encarnado por un delincuente o por las instituciones que juraron defender sus derechos.
Thomas Jefferson decía que ningún hombre libre puede ser privado del uso de las armas, porque prefería una libertad peligrosa a una esclavitud pacífica. En Colombia, por otro lado, estamos a merced de esa legitimidad, de ese monopolio de la violencia, no contamos con ninguna posibilidad para protegernos a nosotros o a nuestras familias de la delincuencia o el comportamiento corrupto e inmoral de algunos miembros de las instituciones. La mayoría de ciudadanos, personas de bien, nos encontramos atrapados entre servidores en los que no confiamos, delincuentes, guerrilla o paramilitares que históricamente no han tenido ningún reparo en masacrarnos. De nunca cambiar esta legislación, siempre estaremos al otro extremo del cañón, esperando que sea un buen policía o que el delincuente solo se lleve las posesiones y no nuestra vida. Los colombianos no tenemos derecho a defendernos o a nuestra propiedad y de no poder hacerlo seguiremos jodidos y muertos.