Columnista:
Natalia Castro
Ayer, mientras cubría lo que hoy considero un baño de sangre (que no promete parar por lo pronto), recordé porque cuestiono a veces tanto mi profesión de periodista. Sobre las 12:20 a. m. aún estaba rastreando transmisiones en directo de ciudadanos en fuego cruzado con la Policía. No era una sola, eran varias, algunas desde las ventanas, otras desde las calles mientras se es, unas desde puestos improvisados de salud; pero ninguna de uno de los dos medios de comunicación que consume casi el 60 % de este país. Como si pareciera una película de terror, rastreaba videos de gente herida (en vivo) frente a más de once mil personas, algunos en Cali, otros en Medellín o Bogotá, había quienes decían su nombre y pedían ayuda ante una audiencia digital que solo podía etiquetar a cada ONG o medio internacional que creyera podría ayudar y rezar porque el individuo que no conocían —pero que estaban viendo en un estado tan íntimo y vulnerable— no fuera a morir.
Yo solo pensaba en qué información debía verificar y cuál no. ¿Cuánta sangre tenía que ver? Peor aún: ¿Cuánta iba a tener que mostrar para que nos creamos el cuento de que nos están matando? ¿En qué momento iba a amanecer para que ya no hubieran más muertos? ¿Dónde estaban los medios tradicionales?
Vi a un policía caer herido de gravedad frente a un lente, mientras en medio de gritos de celebración sus compañeros levantaban su cuerpo, a una mamá gritando desconsolada al confirmar que su hijo estaba muerto en el suelo sin saber quién lo mató —vi tanto que deseé no tener que ver más. Como si se tratara de evento prime time, Adriana Lucía y René Pérez (Residente) estuvieron en vivo acompañando a un manifestante que una vez terminada la transmisión denunció seguimientos irregulares. Mientras intentaba verificar con mis fuentes, hubo quien me dijo que “si estaba de infiltrada, o si buscaba videos para poder tener rostros perfilados para falsos positivos, que si yo desde la comodidad de mi casa podía entender lo que significaba ponerse la cruz en el pecho y salir”, se trataba de un menor de edad de Soacha a quien su mamá le había rogado que no saliera «porque no quería ser una de esas mamás en la televisión, por allá en el 2009» pero que también le había prometido a sus amigos en primera línea “no dejarse coger, ni esconder, ni matar” para asegurarles suministros de leche, bicarbonato y comida.
Médicos y enfermeros que me preguntaban si sabía de alguna forma segura de hacerles llegar insumos médicos a los jóvenes que estaban cayendo en Cali. Ante todo esto casi nunca tenía respuestas, tampoco sabía qué recomendar si no era yo quien estaba poniendo el pecho, la cara o la mano, porque de todo se vió. Entendí entonces por qué también se mueren tantos periodistas, «421» hasta la fecha según El Tiempo, pero sé que son muchos más, aquí te matan por preguntar, por incomodar a alguien con tus dudas, por querer ayudar a alguien más resolviéndolas, aquí te matan por querer ser bueno. Te mata el Estado, te matan las FARC, te mata la Policía, te mata la curiosidad o la indiferencia pero te matan.
Entendí que —en simultáneo— mientras en las manifestaciones que habían ocurrido a unas cuadras de mi casa (que es también donde vive el presidente) no habían muertos, ni heridos reportados; esta mañana Siloé, la comuna 20 al occidente de Cali, con sesenta mil personas, un historial de pobreza y unas cuantas tragedias producto del conflicto y el abandono, se despertó con 21 muertos (oficiales), entre esos un menor de 11 años, algunos desaparecidos y la promesa de que de no parar esta noche va a ser peor…
Sé también y no desconozco de las vidas de la fuerza pública que se han perdido, me niego a creer que todos los policías son malos, que todos quieren morir o matar por un sistema y/o institución que tampoco es sostenible para ellos, no desconozco que tienen madres, esposas, hijos y compañeros que los ven salir con la misma angustia de saber que tal vez no los van a volver a ver, porque en las redes circulan videos donde se alegran de “bajar tombos”. Apartando mis ideas políticas y lo que considero que es legítimo o no (porque aún no lo tengo claro), solo puedo decir que sentía como si viera un capítulo de Black Mirror en la vida real, uno donde aún no entendía muy bien los bandos, veía hombres de negro disparando a gente «armada» únicamente con un celular, policías consumirse vivos entre las llamas, dirigentes decir que algo iba a pasar pero lo único que veía pasar era una masacre.
No sé cuál es mi labor en un país marcado por el miedo, pero sé que en los últimos días Nicolás, de 22 años de edad (Cali), Santiago, de 19 (Ibagué), Andrés, de 21 (Cali) y más jóvenes como yo también se cuestionaron, salieron de sus casas para marchar, en paz, pero ellos no volvieron y yo sigo aquí, sin poner el pecho, ni derramar sangre, aunque piense lo mismo que ellos y de haberme sentido segura también hubiera salido a marchar. Durante toda una noche, 3 de mayo para que no se nos olvide, yo y once mil personas más vimos muertes violentas, gritos de madres que ya no tenían hijos, uniformados que le juraron fidelidad a una institución que ahora les costaba la vida, un día eran héroes y ayer (irónicamente): una cifra más (junto a algún manifestante) para una lista de muertos que se cargaban quienes hacían las leyes y en ese momento sí podían dormir.