Columnista:
Jénifer Martínez
Mi hermana lo llama Tatitiano, a la vez para demostrarle que es especial para ella. Él vive con tres perros, en el margen del río Medellín, a la altura del Puente del Mico. Hasta hace poco, su casa era un plástico y un colchón, que tendía en un árbol cuando salía a buscar la comida para sus perros y para él; así, primero la de los perros.
Hasta hace poco. Pues, en los arrebatos de la municipalidad de recuperar el espacio público, deshicieron los cambuches de por ahí, dijo Tatitiano. Que la noche anterior había sido un suplicio. Como a las dos de la mañana los dejaron sin nada, y debió dormir sobre el cemento, aferrado con todas sus fuerzas a sus perros, pero la lluvia de estos días no ha dado tregua, entonces, sintió congelarse hasta los huesos.
Mientras fuimos en busca de una cobija, hablamos de lo difícil de la pandemia. Atinó a decir que extrañaba a sus muchachos de la universidad; siempre le habían dado comida para sus perros y para él. En cambio, durante la cuarentena le tocó pegarse unas caminadas muy bravas para conseguir el cuido de sus animales. No me contó de su hambre, pero sé que lo ha acompañado con fidelidad perruna, y que, no obstante, comparte su hambre, su comida y el frío de estos días con los tres perros que son su familia.
Recordé los reinados de belleza de Miss Universo. Hace unos años, los aplausos reventaban cuando las reinas expresaban que su referente era la Madre Teresa de Calcuta y su misión sería acabar con el hambre. Eso, o la paz mundial. Crecimos sabiendo que en el mundo hay hambre y guerras. Pero, solo quien lo vive es quien lo padece. Se convirtió, dice Martín Caparrós en El Hambre, en una expresión sarcástica para sintetizar lo risible de las intenciones de la humanidad.
En Colombia, unas 40 000 personas viven en condición de indigencia. Muchas más de las que el Estadio El Campín puede soportar. ¿Dónde comieron los indigentes en los meses de la cuarentena más estricta? ¿Qué hicieron aquellos que viven de pedir monedas, de golpear llantas con un palo en los semáforos, de insinuar que le consiguen a uno el taxi en el paradero? ¿Qué fue de los que se alimentan de los desperdicios de los restaurantes, de la caridad, del vicio, del aire?
Todavía recuerdo que, durante las primeras semanas de aislamiento obligatorio, las calles de los centros urbanos se vieron condenadas a una soledad asombrosa. Desde afuera, parecía que los indicios de vida humana solo eran revelados cuando los dados se estrellaban contra el juego de parqués. Mientras que la gente sin hogar deambulaba con la esperanza y el hambre atravesados en el estómago. Al menor atisbo de humanidad detectada, dirigían hacia balcones y ventanas su súplica por algo de comida: madre, un pedazo de panela pa’chupar, aunque sea.
De aquellos días, recuerdo a quien llamo aquí María. Una mujer que nació en el cuerpo equivocado. Aunque prefiere las uñas largas, las manos pequeñas, los hombros perfilados, tiene el pecho plano, la voz grave, la manzana de Adán. No le importa. Una mañana se ajusta los chores de jeans, el top negro y pone en su brazo derecho una vieja gabardina roja, que completa la pinta que ha tenido puesta hace días. Imagino que se había despertado a media mañana, cuando los rayos del sol le hirieron los párpados y no porque alguien la levantara a madrazos de un andén. Entendió que sería otro día de calles sin gente y de restaurantes cerrados.
Pasado el mediodía llegó a donde un grupo de mujeres repartía comida. Cuando supo que debía llevar la coca, fue a buscar una botella en la basura. Volvió con una de Pepsi de 2 litros ½, partida a la mitad. En la sopa le echaron un hueso y bastante papa. “Qué chimba de sancocho, madre”. Agradeció exhibiendo su dentadura amarillenta y torcida, y levantando su dedo pulgar con la mano empuñada. Luego volvió a habitar su lugar, cerca al CAI de la Plaza Minorista.
Se dice que Medellín tiene alrededor de 3500 indigentes. Entre los lluviosos meses de abril y mayo de este año pandémico, la alcaldía promocionó la «Estrategia Techo», para apoyar a las personas más vulnerables ante la emergencia, como vendedores informales, migrantes venezolanos, habitantes de calle. Aunque casi 5 mil personas fueron beneficiadas, las escenas de mujeres y hombres con hambre fueron constantes durante la cuarentena, no solo en las noticias. ¿Cierto que ustedes también vieron indigentes que hurgaban bolsas de basura con el desespero de un niño que abre un regalo, pero con la cara de a quien le han herido un pie?
Como Tatitiano y María, la mujer trans con la gabardina roja, Martín es otro habitante de calle; un hombre adulto, que tiene ese nombre solo en este relato. Una mañana de cuarentena, en busca de su desayuno, metió las manos a una canasta naranja sujetada a un poste de energía. Revolcó y sacó un pedazo de plátano en descomposición. Lo limpió sin mucha delicadeza y se lo tragó. Volvió a buscar, mas sus ojos angustiados no hallaron otro bocado.
Mi mamá, que apreciaba la soledad apocalíptica de aquellos días desde nuestro balcón, vio la escena. Lo llamó y le dio un café caliente, una arepa blanca, dos huevos revueltos. El hombre recibió con ambas manos, avanzó pocos pasos como para alcanzar alejarse la puerta y se sentó satisfecho en el andén. De pronto, una pareja joven, que lucían como él el pelo revuelto, ropa y zapatos enmugrecidos, lo asaltaron.
– ¡Suéltelo, hijueputa! — dijo el muchacho. Forcejearon para ver quién se quedaba con el plato.
– ¡Que lo suelte! — La muchacha le sentó una patada.
– ¡¿Por qué le pegan?! –Gritó mi mamá desde el balcón.
– Ah, doña, tenemos hambre. La joven puso su mano en el vientre y le descubrió una pancita prominente.
Mi mamá los convenció de no agredirlo, prometiéndoles comida también para ellos. Ya reconciliados, los tres compartieron la hora del desayuno, un día de estricta cuarentena. Los tres sentados en un andén de Chagualo, un barrio de la periferia del centro de Medellín, bajo un pomarroso adulto que les protegía de la mirada del sol.
La defensa del derecho de las personas a no padecer hambre y a una alimentación adecuada, se empezó a consolidar en 1996, en la Cumbre Mundial sobre la Alimentación. Se fortaleció la lucha contra el hambre y el discurso neoliberal del necesario crecimiento económico de los países para vencerla. Sin embargo, el libre mercado, la distribución del ingreso y la desigualdad parecen provocar que nademos contra corriente en el intento por lograrlo. Las víctimas de este flagelo son invisibles y los indigentes son los que menos caben en el proyecto de erradicar el hambre mundial. La indigencia es un piso subterráneo donde la gente deja de ser visible, humana.
Cuando en el país levantaron definitivamente la orden de aislamiento, los habitantes de la calle retomaron sus oficios habituales. Los volví a ver pedir monedas, golpear llantas con un palo en los semáforos, insinuar que le consiguen a uno el taxi en el paradero, pedir desperdicios en los restaurantes.
Una noche, ya muy tarde, mi mamá y yo todavía no lográbamos dormir. Después de meses, habíamos vuelto a escuchar los zumbidos de los carros cuando cruzaban de norte a sur, como un rasguño violento. Atentas sin querer a los sonidos de la calle, oímos de repente la conversación espontánea de dos hombres. Como quien comenta la calidad de un platillo en un restaurante, el primero calificaba la comida que habían tirado en una esquina. “Vaya, vaya que todavía hay”, dijo. Al que recibió las indicaciones, lo sentimos alejarse con ímpetu y emocionado.
Adentro, en la calidez de nuestro hogar, hicimos silencio, como expresando condolencias por habitar un planeta en el que no tener que buscar la comida en la basura ni comerla podrida, es un privilegio. Y recuerdo nuevamente las letras Caparrós, cuando dicen que no hay nada que esté más presente en nuestras vidas que el hambre. Pero, a la vez, para gran mayoría de nosotros, nada más lejos que el hambre verdadera.