Columnista:
Julián Bernal Ospina
No era un pastor cualquiera. Aunque en apariencia era un hombre de entrados sesenta por cuyo traje solamente habían pasado el viento y el pasto, los años se habían encargado de salpicarle la cara con el agua sucia que le brotaba del alma. No le sirvieron los ungüentos hechos con lenguas de paloma ni la juventud que le proporcionarían los ojos hervidos de su cerdo preferido. No fueron suficientes ninguno de cuantos remedios cabales le recetaba su curandera, una mujer misteriosa que para ser bruja solo le faltaba el vuelo de una escoba. Al menos, decía el hombre, le quedaba el consuelo de la lana que cortaba de sus ovejas, con la cual se hacía tejer fastuosos disfraces que guardaba bajo llave.
Lo que constituía la principal diferencia con respecto a un pastor amoroso, por tanto, no era la apariencia de lobo disfrazado de pastor, sino la habilidad para ocultar su verdadera naturaleza. Una noche a la semana utilizaba una máscara para llevarse a una de sus ovejas. Con ello lograba asustar a las otras y mantener su casa llena de lana y su cocina llena de carne. Durante el día, en cambio, ocultaba las manchas de la cara con bufandas y sombras, y pastoreaba las ovejas con ayuda de cuatro perros ladrantes que no mordían: su papel era el de parecer airosos y seguros, preocupados y presurosos; en el fondo eran dóciles animales incapaces de tomar decisiones por su propia autonomía.
La mayoría de las ovejas no sabía de esta transformación. Unas pocas aparentaban no saber y se ocultaban al fondo del corral para que no fueran ellas las sacrificadas. Como él conocía que ya se habían enterado, les dejaba la hierba más abundante y fresca, y les decía que eran su rebaño. Esto le permitía mantener un orden interno, y ellas le garantizaban que cada semana el hombre tuviera una inocente, peluda y jugosa oveja que pudiera utilizar para su único beneficio. Las demás ovejas solo se dejaban llevar por las líderes, los perros y el pastor: cada día eran congregadas y este les hablaba del oscuro futuro que tendrían si salían solas del corral.
Siempre les refería que la desaparición de cada oveja era por el peligro inminente que los circundaba. Si no fuera por él, continuaba, ninguna se salvaría y todas terminarían muertas de un día para otro. Todo ello sucedía mientras astutamente cambiaba de ser el protector a ser el victimario, como quien se quita y se pone un vestido para una ceremonia. La mayoría de las ovejas —la que no sabía nada de este juego macabro— aguardaba con ahínco el momento en que pudieran librarse del miedo, y ver así atrapado al monstruo que se las iba comiendo una por una. Entre tanto, todas procuraban mantener la descendencia a fin de no desaparecer eternamente por el colmillo tenebroso.
Hasta que un día, justo cuando el pastor se quitaba la ropa preparándose para su cacería, un terremoto sacudió la casa y lo dejó en evidencia, casi del todo convertido en lobo. Las ovejas no supieron qué hacer ni qué decir. Mas, en el momento en que estaban a punto de rebelarse, una de las líderes gritó que era necesario auxiliarlo, puesto que el lobo había sido tan astuto que se lo estaba comiendo por dentro. Ellas mismas fueron a ayudarlo y, mientras unas hacían cortina, las otras volvían a arroparlo para dejarlo tal y como era durante los días. Y el hecho sirvió, como tantos otros, para incrementar la sensación de miedo de la mayoría y para garantizar la impunidad de su rebaño.