Columnista:
Iván Darío Prada Serrano
El erosionado discurso de los derechos humanos, nuevamente, es expuesto y retado a duelo, colocado a prueba. Y es acá en donde aparece la ambivalencia. Primero, por admitir, con conciencia, que no todo ha marchado bien desde la Declaración en 1948, y que, en contraste, se ha puesto de manifiesto la indolencia ramplona soportada durante décadas, sobre sermones inspiradores, apretones de manos y cenas sociales, —hoy en desuso— y pactos escritos. Segundo, por reconocer y reivindicar su necesidad, la misma que partió desde la reflexión filosófica para después, convivir bajo el lecho del derecho como norma, en donde se ha desarrollado y pervertido, las dos al mismo tiempo. La sagrada comunión de estos derechos tan específicos, y al parecer, únicos, los humanos, ha sido la política; capaz de inclinar la balanza de la moral y de rescribir la historia.
Y hablar de lo primero, lo que incomoda, es pertinente en tiempos de pandemia, pues son especialmente duros: nos recuerdan que la especie humana como todas las demás, tiene caducidad, y que, mientras se hace efectiva, esta especie audaz, que pareciera mejor, indomable, es tan vulnerable como en las peores pesadillas de un personaje de no ficción. Además, porque las pandemias sacan a flote toda la inequidad social que nos debería doler, pero que en cambio, tapamos con colores, frases romantizadas y retóricas trilladas. El campo en disputa que siempre han sido los derechos humanos, incluso antes de que se declararan, con todo trámite y licencia para existir, sigue a la vanguardia en medio de la relación tensa entre dar y quitar.
Las desigualdades que veíamos lejanas —porque no se encarnaban en nosotros propiamente— como la diáspora de los venezolanos, o el habitar los cuerpos bombardeados por la geopolítica en Oriente Medio, o la falta de agua potable y luz eléctrica en muchas regiones de Colombia, hoy nos explotan en la cara. La informalidad laboral y social que ha venido haciendo carrera en este país, se representa en la necesidad de un subsidio de alimentación y vivienda, en la preocupación de todos los proyectos de vida aplazados y en la obligación de sobrevivir, pues el no hacerlo, implica la imposibilidad de existir, no solo en primera persona, sino en todos los pronombres personales.
Y, lo segundo, es una bofetada de realidad, puesto que nuestra existencia se mueve entre un permiso firmado con antelación, y una extraña e inquietante voluntad de convivencia. El derecho, la norma, la jurisprudencia, todo acá ha buscado armonizar la vida: mandatos y ultimátums, todos se han decretado con el propósito de prevalecer la vida digna. Sin embargo, entre más se escribe y se legisla, otra realidad pareciera anexarse, la del tecnócrata confiado. Aquel, cree que con recitar la Constitución es suficiente, que hablar de derechos humanos se configura en una especie de lenguaje universal que todos comprenden. La verdad es que nuestra cultura y el entramado de la realidad nacional, merecen un doble análisis.
Finalmente, la política, encargada de accionar la palanca y de poner en marcha la locomotora, es a quien le cedemos la palabra, y esta palabra es acción. Los tiempos de coronavirus claman por aquel tratado producto de la Segunda Guerra Mundial, ya no en palabrejas ni en supuestos conjuros contra la miseria; ahora lo hacen con una esperanza trastabillada por la indignación de todas las promesas incumplidas, se aferran como posibilidad de existir. La política, que en Colombia siempre nos ha fallado amparada en la corrupción y la sevicia, hoy pudiera dar un timonazo, moverse de esa derecha enquistada en sus direccionales, y responder al momento histórico con respuestas históricas. Pero, seguramente estoy pidiendo mucho, eso sí, no más que los sueños que nacieron con la proclama de justicia, libertad y paz: los derechos humanos.