La gente de bien o la que no sospecha de sí misma

Este es un escrito que parte del hecho de que hoy sigan atizándose pequeñas manifestaciones a lo largo del territorio nacional, debido a la desigualdad social, a la falta de diálogo y disposición de escucha del Gobierno de Iván Duque; también a la censura y represión que sigue ejerciendo, no solo la fuerza pública, sino la gente que se suscribe a la línea política del partido del Gobierno.

Infórmate - Política

2021-08-21

La gente de bien o la que no sospecha de sí misma

 

Autor:

Danny Ricardo Cano Portilla

 

Los colombianos, cansados por las condiciones de vida nacional, se volcaron a las calles el 28 de abril para manifestar su inconformismo frente a las reformas que el Gobierno de Iván Duque pensaba implementar. La contestación que los manifestantes recibieron fue la represión. Una vez retiradas la reforma tributaria y de salud, dicha represión empezó a comportarse como yesca, durante los días subsiguientes, para los ánimos ya caldeados de los manifestantes. De modo que esa ira, ese fuego, avivó y el país comenzó a incendiarse. La conflagración arrasó con vidas, produjo mella en la confianza institucional (ya resquebrajada) y caló en el estado anímico de las personas que la presenciamos. Todo era inflamable en aquellos momentos. E incluso hoy siguen atizándose pequeños conatos a lo largo del territorio nacional, debido a la desigualdad social, a la falta de diálogo y disposición de escucha del Gobierno de Iván Duque; también a la censura y represión que sigue ejerciendo, no solo la fuerza pública, sino la gente que se suscribe a la línea política del partido del Gobierno. Esta gente, autodenominada gente de bien, es, pues, nuestro material de análisis en el presente estudio.

La gente de bien, aparte de abanderar a ultranza la derecha extrema del país, presenta ciertas posturas y pensamientos que arrojan luz sobre un patrón psíquico que se repite en su endogrupo; el cual, como veremos más tarde, les proporciona una justificación inconsciente de su actuar. Un actuar que roza con el fanatismo y la falsa idea de benignidad que aquella gente ve en sí misma. Pongamos, para el caso, las distintas ocasiones en que varios hombres empezaban a disparar con arma de fuego a los manifestantes. También pensemos en los ataques que recibieron la minga indígena y los defensores de derechos humanos; estos últimos agredidos durante la marcha del silencio que se llevó a cabo, en Cali, el martes 25 de mayo del año en curso. Y no es extraño recoger comentarios de este estilo: «Eso les pasa por vándalos», «vayan y trabajen», «guerrilleros», «Dios y patria», «yo apoyo al Esmad y a mi Policía Nacional», «indios salvajes», «esos de derechos humanos son unos sinvergüenzas» y un largo etcétera. ¿Qué textos subyacen en tales comentarios?

Varios.

Por un lado, se rastrean síntomas de clasismo, racismo, fanatismo y miopía al hacer lecturas tan empañadas del clima social y político del país. En esencia, arrojan una mirada lisa sobre términos como bondad y justicia.

Causa preocupación, desde luego, el diagnóstico anterior; ya que este tipo de ideologías maniqueas deshumanizan al otro y excluyen el pluralismo que tanto enriquece a las democracias, pues se ve al diferente como enemigo, la encarnación del propio mal. Estos discursos de la gente de bien hacen pensar que claman uniformidad para que los otros se parezcan a su endogrupo y todo siga estando en el orden que se ha venido dando. Sin embargo, el problema es ese orden y también son ellos y su incomprensión sobre el ser humano, puesto que aquel no es del todo bueno ni del todo malo. El ser humano es una criatura de matices morales.

No obstante, ¿qué ocurre psicológicamente en las personas de bien y por qué sospechan el mal en el otro y no en sí mismas y en las instituciones que defienden?

Hay que entender, antes de despejar estas dudas, que debemos partir de la moralidad para abordar la cuestión aquí planteada; puesto que, con arreglo a este termómetro, que mide lo bueno y lo malo, la gente actúa como actúa. Es decir, se hace su propia ética. ¿Pero desde qué idea podemos asentarnos para dilucidar el tema de la bondad y la maldad? Desde la idea de valor. El valor es, comprimiendo algunas acepciones de la RAE, un grado de utilidad de algo que hace que se lo aprecie o estime, o, que sea significativo porque produce efectos.  De esa manera, nosotros valoramos que algo es bueno o malo en la medida en que produce efectos positivos o negativos. La cosa se complica porque no necesariamente, en todos los casos, lo negativo es inútil o lo positivo es útil. De ahí que los individuos entremos contantemente en conflictos morales. Ello es indicador de que la moralidad es un asunto complejo. Está sometida a otros factores, como son las condiciones externas de un individuo. Por ahora, reduzcamos el debate del valor hasta este punto.

Lo que nos interesa, a continuación, es lo siguiente: ¿qué genera ese valor?

El valor es el tipo de juicio que se genera entre la unión de una emoción y una idea o grupo de pensamientos, es decir, depende de nuestro componente psíquico. Sin embargo, como nos da a entender Antonio Damasio, (2010) son las emociones las que condicionan «los estilos de procesamiento mental»; por lo que afirmamos que la primera instancia, a la que debemos acudir para hablar de la moralidad, son las emociones.

Damasio dice al respecto:

«(…) El principio del valor opera a través de dispositivos de recompensa y castigo, así como a través de impulsos y motivaciones que son parte inherente de la familia de la emoción». 

Líneas más adelante, el autor afirma:

Las emociones son programas complejos de acciones, en amplia medida automáticos, confeccionados por la evolución. Las acciones se complementan con un programa cognitivo que incluye ciertas ideas y modos de cognición, pero el mundo de las emociones es en amplia medida un mundo de acciones que se llevan a cabo en nuestros cuerpos, desde las expresiones faciales y las posturas, hasta los cambios en las vísceras y el medio interno. 

Es decir, que la definición ampliada que nos brinda Damasio sobre las emociones, refleja los dispositivos que describen lo que es el valor moral, tales como la recompensa y el castigo (utilidad) y las acciones que aquellas producen en nosotros (efectos). Deducimos de todo lo anterior, el carácter normativo y conductual de la moralidad, de las emociones y, en general, del estado psicológico de un individuo.

Sin perder de vista el objeto de nuestro estudio, vemos que la gente de bien (amén a sus diferencias particulares), al pertenecer a un endogrupo, comparte ciertas opiniones, emociones y sentimientos entre sus pares. Dicho patrón psíquico, en este caso, lo produce el otro diferente (los manifestantes). Ese otro que les genera miedo, alerta, rabia y aprehensión. La gente de bien, en pocas palabras, le confiere un carácter siniestro a la alteridad. No obstante, lo siniestro, por un lado, no se reduce solamente a estas emociones y sentimientos; y, por el otro, nadie está exento de tenerlo. Causa, desde luego, extrema curiosidad que aquellas personas de bien no adviertan en ellas mismas ese componente siniestro. Pero lo que sí hacen, en cambio, es proyectar lo siniestro en el otro de manera inconsciente. Pero en sí, ¿qué es lo siniestro?

Invoquemos a Freud (1979):

«Lo siniestro en las vivencias se da cuando complejos infantiles reprimidos son reanimados por una impresión exterior, o cuando convicciones primitivas superadas parecen hallar una nueva confirmación»

O en las palabras sencillas de Schelling:

«(Lo siniestro) sería todo lo que debía haber quedado oculto, secreto, pero que se ha manifestado» 

Aquello significa que la gente de bien ve, en ese otro, algo oculto que se ha manifestado y causa terror debido a su naturaleza primitiva. Pero aquí reside el meollo del asunto, puesto que lo siniestro no puede ser reconocido si no nos resulta familiar; es decir, previamente conocido y contactado. De modo que lo siniestro del otro responde a lo siniestro en la gente de bien

En ese orden de ideas, para aclarar y profundizar un poco más lo anterior, requeriremos, una vez más, la presencia del psicoanálisis. El psicoanálisis dice que el ser humano está compuesto psíquicamente por tres zonas: el inconsciente, la conciencia y el preconsciente. Freud, en su ensayo Lo inconsciente, afirma que lo inconsciente es aquello instintivo, oculto, automático, reprimido y que permanece en estado de latencia; y su contenido llega a ser ilimitado al punto en que muchas cosas que están en él nunca lograremos conocerlas. La conciencia, en contraposición, es aquello que podemos percibir y evaluar; además, su contenido es limitado. Lo preconsciente es, por expresarlo así, un puente entre el inconsciente y la conciencia, pues permite que ambas zonas interactúen entre sí y que algunos contenidos inconscientes tengan la posibilidad de hacerse conscientes y, por tanto, cognoscibles.

Como vemos, las dos zonas rectoras en el individuo son el inconsciente y la conciencia que escinden al individuo en dos. El yo consciente, perceptivo y crítico, lleno de voluntad; y el doble, aquel que es de naturaleza primitiva o inconsciente.

Con respecto a esta escisión y lo siniestro, Freud nos dice que hay una «tendencia defensiva que proyecta al doble fuera del yo» y que ese doble «es una formación perteneciente a las épocas psíquicas primitivas ya superadas». Superadas o reprimidas por la regulación que ejerce las reglas conductuales de la civilización. Esto significa que las personas de bien, como no reconocen lo siniestro (la maldad) en sí mismas porque lo reprimen, entonces lo proyectan en el otro. Esta represión, no obstante, presenta una carga de angustia. De ahí la inquietud que lo siniestro nos genera.

Sabiendo esto, surge la duda de si es posible que las personas de bien logren vencer su represión para hacer consciente su maldad o lo siniestro en ellas mismas. La respuesta que nos ofrece el psicoanálisis es, afortunadamente, esperanzadora. Pero eso no significa que sea fácil, al contrario, el camino está lleno de trabas debido a las resistencias que opone la actividad psíquica inconsciente. Al respecto, Freud (1963) sustenta:

Cuando comunicamos a un paciente una representación por él reprimida en su día y adivinada por nosotros, esta revelación no modifica en nada, al principio, su estado psíquico. Sobre todo, no levanta la represión ni anula sus efectos, como pudiera esperarse, dado que la representación antes inconsciente ha devenido consciente. Por el contrario, sólo se consigue al principio una nueva repulsa de la representación reprimida. Pero el paciente posee ya, efectivamente, en dos distintos lugares de su aparato anímico y bajo dos formas diferentes, la misma representación. Primeramente, posee el recuerdo consciente de la huella auditiva de la representación tal y como se la hemos comunicado, y además tenemos la seguridad de que lleva en sí, bajo su forma primitiva, el recuerdo inconsciente del suceso de que se trate. El levantamiento de la represión no tiene efecto, en realidad, hasta que la representación consciente entra en contacto con la huella mnémica inconsciente después de haber vencido las resistencias. Sólo el acceso a la conciencia de dicha huella mnémica inconsciente puede acabar con la represión.

En pocas palabras, Freud sostiene que no basta con que le señalemos lo siniestro a las personas ni los mecanismos con que lo siniestro se da, para que las personas se hagan conscientes de la maldad que albergan, puesto que aquellas presentarán automáticamente resistencia a reconocerlo. Ahora bien, sí sucede algo: la persona tendría el mismo contenido en las dos zonas psíquicas. Tanto en lo consciente como en lo inconsciente.

En este punto, el psicoanálisis afirma que la huella mnémica (representación o contenido inconsciente) llega a hacerse consciente cuando entra en contacto con la palabra. No hay que ir muy lejos para darnos cuenta de ello. La palabra actúa siempre como un enlace entre la imagen del objeto que representa y el sonido o los caracteres que representan dicho objeto. De modo que, al intentar dar nombre a la representación inconsciente, lo más seguro es que aquella, enlazada a la palabra, consiga ser tratada desde la conciencia.

Lo anterior sería el primer paso: nominar. Luego de ello, se necesitaría un diálogo interno activo y constante. Este diálogo interno o diálogo con los silencios, permitiría que las representaciones inconscientes se organicen, se comprendan y se integren. Integrar significa incorporar lo que proyectamos fuera y está en nosotros. Aceptar las representaciones otrora reprimidas con el objeto de canalizarlas y construir a partir de ellas un comportamiento que las regule.

El arte, por un lado, serviría como medio de canalización. Y las interpelaciones, por el otro, nutrirían ese diálogo interno. Frente a ese diálogo íntimo, vale echar mano a la mayéutica que empleaba Sócrates, la cual busca que cada quien halle la verdad en sí mismo, haciendo alusión al aforismo del templo de Delfos que lo inspiró: «Conócete a ti mismo». No obstante, la mayéutica requiere las figuras del interpelador y el interpelado. Pero eso no es problema, puesto que la propia persona puede adoptar ambos roles. En dicho caso, la duda vendría de perlas a la gente de bien. Le facilitaría una exploración interna mucho más rica y profunda. Esto tendría, como consecuencia, muchos replanteamientos en cuanto a juicios, percepciones y conceptos. Y, a su vez, surgiría la posibilidad de que la gente de bien advirtiese en sí misma que, en esencia, no hay grandes diferencias con ese otro, porque comparte, justamente con él, un contenido siniestro, una pulsión del mal que los hermana.

 

Fuentes:

Damasio, A. (2010). Y el cerebro creó al hombre. Barcelona: Ediciones destino.

Freud, S. (1963). Lo inconsciente. Madrid: Editorial biblioteca nueva.

Freud, S. (1979). Lo siniestro. Barcelona: José J. de Olañeta Editor.

 

 

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Danny Cano
Tecnólogo en Diseño Gráfico y estudiante de Filosofía y Letras.