Columnista:
Guillermo Palomino Herrera
Este libro con los Cuentos completos del escritor nicaragüense Sergio Ramírez (Masatepe, 1942), publicado en el 2013 por la editorial del Fondo de Cultura Económica, y que recoge la totalidad de su producción cuentística hasta el momento, fue uno de los últimos libros que pude comprar antes de que el virus amenazara con su ponzoña y letalidad a cualquier humano desprevenido que se paseara por el mundo. Y aunque la fortuna de ser su legítimo propietario era muy grande, no había logrado sino ojear —y sin mucho interés— algunas de sus páginas.
Confieso que ese primer acercamiento fue opaco y muy poco alentador. Confieso que en esos momentos pensaba en otras cosas, tenía otras preocupaciones y pequeñas tareas por resolver que me impedían concentrarme únicamente en la lectura de esas páginas, por lo que decidí dejarlas a un lado hasta que llegaran tiempos más favorables.
Y esos tiempos que mencionaba parecen ser estos, ¡vaya paradoja!, porque en estas últimas semanas el libro supo seducirme; y lo ha hecho luego de haber esperado con paciencia y resignado estoicismo que retornara a sus páginas. Y cuando por fin lo hice, cuando por fin estuve preparado para enfrentarme a ellas, su lectura estuvo dispuesta —sin tacañerías ni egoísmos— a prodigarme sus innumerables maravillas.
Es así que por las muchas lecturas de estas páginas desfilaron personajes tan singulares y entrañables como el gris e inescrutable Dr. Alejandro Humberto Tiosca R., del cuento Féliz Concoloris, “uno de los más eminentes lexicólogos del mundo”, como reza una nota periodística citada en el cuento. Que, luego de haber dedicado su larga y sosegada vida a la resolución de complejos interrogantes intelectuales, ha sido galardonado con el importante premio Oxsen. Premio que lo sacará del anonimato y que le causará un incremento descomunal en su fama.
Esa fama de oropel, acrecentada por los abundantes pedazos de leña lanzados al fuego por la prensa ávida de encumbrar figurones, terminará sacándolo de quicio, o, mejor, terminará lanzándolo a una empresa fracasada desde sus inicios: la de inventar “la palabra más bella del idioma”. Es así como pasa días y días confinado en un hotelito de las montañas, cuyo alquiler pagaba el Gobierno; quien declara el área aledaña al hotel: “zona de silencio” custodiada “con guardias armados” para que, el nombrado por la prensa como “el mago de las palabras”, pudiera trabajar en paz e inventar, con la ayuda del enorme acervo bibliográfico, que también le había proporcionado el Gobierno, la dichosa palabra.
Sin embargo, después de muchas fatigosas jornadas de encierro, de trabajo y de impaciencia por parte de sus compatriotas expectantes, el esfuerzo termina estrepitosamente en un rotundo fracaso cuando la prensa informa que el Dr. Tiosca había perdido la razón y había tenido que ser internado en un sanatorio mental, donde permanecía “licuando letras”, lo que según él le daría “una deliciosa pasta para untarse con mermelada en el pan del desayuno…”.
Y ese mismo tipo de personajes: apagados, descoloridos y poco carismáticos que, muy a su pesar, se ven infiltrados en escenarios mediáticos que francamente los desbordan, también siguen apareciendo en muchas de las narraciones de Ramírez, aunque especialmente en uno de sus cuentos de mayor factura literaria: El hallazgo. En el relato, un mozo de bar, tan anodino como puede ser cualquiera, un día es interpelado por un cliente sorprendido con su parecido con el actor Gregory Peck; a partir de ese momento las comparaciones entre el mozo y G. P. no paran de ser emitidas por los clientes que llegan al lugar; desde ese día turistas de todos los rincones de Nicaragua llegaban al viejo bar solamente a comparar el inigualable parecido entre el mozo y el reconocido actor.
Al principio estas comparaciones le resultaban un poco extrañas, por lo que “comenzó por hacerse el disgustado y por sonreír de mala gana”. No obstante, fue tanta la insistencia de sus conciudadanos y clientes sobre su parecido con G. P., que el mozo terminó comiéndose el cuento; terminó cayendo en esa trampa en la que cae todo mal imitador, que es la anulación de su personalidad, de su subjetividad y, en definitiva, de su propio ser. Entonces, comienza deliberadamente a calcar al actor hasta en sus peinados, en sus gestos, en sus entonaciones vocálicas, etc. Y “detrás del mostrador pasó a ser en cosa de poco tiempo, G. P. para los parroquianos por fuera y G. P. para él por dentro”. Sin embargo, esa repentina fama de hombre duplicado pronto comienza a menguar, puesto que ya nadie parecía sorprenderse por su particular semejanza con G. P. Y él, al tomar consciencia de ese hecho, queda devastado y como fulminado por la nada, pues con su antigua personalidad ya enterrada y, con la nueva no reconocida por nadie, su ser queda vagando definitivamente en esa especie de limbo que es el olvido.
Por otra parte, aunque muchos de los cuentos de Ramírez no sean en puridad cuentos políticos, siempre hay —soterradamente— en la trama de esos relatos: guerras, conspiraciones e intrigas políticas que suceden en paralelo a la historia particular de los personajes. Este es el caso de cuentos ya mencionados como Féliz Concoloris, pero también es particularmente el caso del magnífico cuento El centerfielder, donde el personaje, un exbeisbolista profesional, zapatero y reo de una cárcel desconocida —que como en muchos otros cuentos del nicaragüense, carece de nombre—, es llevado a declarar sus “crímenes” ante el capitán —que claramente hace el papel de juez—. Y mientras ese hecho sucede, el imaginativo personaje piensa en lo hermoso que sería el patio para jugar al béisbol, en lo maravilloso que debían ser los partidos entre los “presos, o los presos con los guardias francos”. Pero sus ensoñaciones se ven interrumpidas cuando es conducido hasta el capitán y este autoritariamente le pregunta por qué está allí. Al principio no responde, al principio se le hace imposible sustraerse de sus propias divagaciones; sin embargo, finalmente lo consigue y responde ante la pregunta: “No, no sé”. Esa respuesta causa que el capitán le informe la historia de sus supuestos crímenes, que no son otros que los de haber colaborado guardando armas a su hijo “enmontañado”, es decir, alzado en armas contra la terrible tiranía de alguna de las dictaduras de la familia Somoza.
Finalmente, el capitán decide actuar como lo han hecho centenares de militares durante toda la historia latinoamericana, y manda a asesinar al personaje, pero no sin antes advertirle al sargento encargado de ejecutar semejante atrocidad, que no se olvidara de poner en el parte “cualquier babosada”, algo así como “que estaba jugando con los otros presos, que estaba de centerfielder, que le llegó un batazo contra el muro, que aprovechó para subirse al almendro, que se saltó la tapia, que corriendo en el solar del rastro lo tiramos”.
Y ya para ir concluyendo esta breve exploración, diré que en la producción del escritor nicaragüense también tenemos cuentos en los que, por ejemplo, los personajes esperan durante años el día en el que puedan consumar, mediante criminales argucias y mentiras descaradas, sus elaborados planes, que siempre involucran a personas inocentes que, sin saberlo, ayudan a cumplir las vedettes personali de los verdaderos victimarios. Este es el motivo del cuento Gran Hotel, en el que una trama enrevesada y, llena de acontecimientos trascurridos en el pasado, conduce irremediablemente a la consumación de un “crimen pasional”.
En el cuento, todo empieza una mañana en la que un abogado llega a su bufete particular en el prestigioso Gran Hotel y se encuentra con una carta “en uno de esos sobres de manila” que le informa que su esposa le era infiel. En la carta se encontraban descritas, con detalle, desde las rutas, los horarios y los vestidos que utilizaba la supuesta adúltera, hasta el nombre y las características físicas del hombre con quien se suponía que le era infiel. El abogado, ofuscado por la situación, decide, entonces, indagar un poco sobre el asunto, así que espera la llegada de su compañero de bufete: El colega, para sacarle información sobre el hombre. “¿Conoces a un tal Manrique Umaña?”, le pregunta apenas lo ve llegar. Y El colega le responde que sí, que ambos frecuentaban el mismo club. Y que, aunque tenían poco o nulo contacto, existía una historia del pasado que entrelazaba irremediablemente la vida de ambos hombres.
Esa historia tuvo comienzo cuando el abuelo de Manrique Umaña, el ministro de Hacienda del Gobierno del general Zelaya, Leonte Umaña, se ve obligado a viajar a Inglaterra a negociar un empréstito con la banca Ethelburga para la construcción del Canal de Nicaragua, y decide poner a su mujer y a su familia al cuidado de su amigo y colega ministerial, el abuelo de El colega, quien según testimonio del anterior, “muy bien veló” por ella, seduciéndola, y haciéndola su amante. Pero allí no terminan las intrigas, sino que comienzan, pues al regreso de Leonte Umaña, la arrepentida mujer le cuenta todo a su marido, quien resuelve tomar un revolver e irse al encuentro del traidor. Y, cuando finalmente lo encuentra, se desquita pegándole un par de tiros.
El abogado, aunque cansado de las muchas mentiras que le había escuchado a El colega durante todos sus años de amistad, esta vez decide creerle. Y como embebido por la reciente historia decide él también vengar la infidelidad de su esposa, dando muerte al hombre con el que esta le había sido infiel. Y efectivamente lo hace, pero tarde se da cuenta de que su acción fue demasiado apresurada, y que el único “pecado” cometido por Manrique Umaña no había sido otro que el de ser el nieto del asesino del abuelo de El colega, quien plantó la carta, y quien organizó todo de manera que no hubiera dudas acerca de la infidelidad. Y el abogado se da cuenta de eso justamente en el momento en el que lo captura la Policía, pues al lado de la escena del crimen se encontraba El colega junto a un hombre “con un parche oscuro” que cumplía con todas las características de quien había llevado la carta, según le había contado antes el mandadero del bufete, quien había sido el encargado de recibirla.