Columnista:
Germán Ayala Osorio
Las contiendas electorales suelen servir para medir los niveles de eticidad y moralidad de la sociedad en los que estas ocurren. Para el caso colombiano, en los preliminares del escenario electoral que se avecina, hay que decir que pululan las contradicciones morales y los bajos niveles éticos de muchos de los precandidatos presidenciales. El desgaste de sus imágenes obedece a que sus actuaciones como funcionarios públicos, en el pasado inmediato, no devienen limpias, porque muchas de estas están contaminadas por investigaciones de los entes de control, por asuntos relacionados con corrupción, desgreño administrativo e ineficiencia; pero, por sobre todo, por los efectos económicos y sociales que generaron sus decisiones cuando hicieron parte ejecutiva del Estado.
No es necesario entrar en ejercicios particulares y en señalamientos a varios de los políticos que hoy están en la contienda, para comprender que la sociedad colombiana acosa, de tiempo atrás, una crisis de valores individuales y colectivos, en virtud de la entronización de lo que en varias columnas he llamado el ethos mafioso.
Como estrategia política, las coaliciones y las alianzas entre candidatos y partidos políticos son el camino que recorre la clase política y dirigente para naturalizar la mediocridad, fundada, sin duda alguna, en la crisis moral y ética que la sociedad colombiana evidencia, en particular desde el 2002. Permitir que a una determinada coalición lleguen toda clase de políticos, en lugar de generar la sensación de apertura democrática y pluralidad, termina no solo reproduciendo la perversa imagen que de la política tienen los ciudadanos, en particular los que se abstienen de votar, sino soslayando la confusión moral y la baja temperatura ética de la sociedad y de quienes dicen representar sus intereses.
Al no haber unos mínimos de eticidad y moralidad, las mencionadas coaliciones y alianzas juegan en contra de aquellas campañas y candidatos que se presentan como opciones de cambio. En esas circunstancias, emerge la doble moral como distintivo y dispositivo ideológico con el que se justifican sus asociaciones, pues lo realmente importante es mantener el poder. Y para el caso nuestro, derrotar a aquel que amenaza la estabilidad del régimen y la conveniencia del ethos mafioso que guía la vida pública y privada de sus principales agentes y representantes.
Que en el país se haya legitimado el todo vale no invalida el objetivo y la imperiosa necesidad de limpiar el ejercicio de la política. Lo que sucede es que el desempleo, las crecientes incertidumbres sociales, la pobreza, la miseria, la ignorancia y las múltiples expresiones de la violencia son realidades que terminan validando la inmoralidad colectiva y el enrarecido clima ético que comparten los candidatos a ocupar cargos públicos.
Cualquier opción de cambio real y no simulado que un candidato ofrezca en estos momentos, no solo se enfrentará a las resistencias de las fuerzas que en buena medida han coadyuvado a entronizar el ethos mafioso, sino a la incredulidad de una ciudadanía cansada de promesas. De ese modo, el miedo al cambio que hoy se respira en Colombia, confirma que el ethos mafioso se consolidó de tal forma, que el solo hecho de imaginar algún ajuste transformador, deviene peligroso y altamente disruptivo, pues al final, cada ciudadano, en uso del individualismo posesivo, hará todo lo que esté a su alcance con el propósito de defender sus intereses, en menoscabo de su ética y en detrimento del urgente redireccionamiento moral que necesita el país.