Steven Levitsky y Daniel Ziblatt afirman en su libro How Democracies Die (Cómo mueren las democracias) que una democracia sana necesita de dos normas no escritas para lograr que el sistema de pesos y contrapesos funcione correctamente: tolerancia mutua y forbearance (podría traducirse como autocontrol). La primera consiste en la aceptación de los rivales políticos como dignos opositores y no como amenazas existenciales para el país. Para los autores, el autoritarismo suele justificar la destrucción de las instituciones democráticas con la presencia de un grave riesgo para el país que necesita ser mitigado.
Por su parte, forbearance es definida como la necesidad que tienen los actores políticos de limitar sus prerrogativas y restringirse de ejecutar acciones que, si bien se encuentran dentro de la legalidad, podían afectar el sistema democrático y llevarlo a su colapso. En sistemas presidencialistas (como el colombiano), la capacidad del Presidente y el Congreso para restringir sus poderes se ponen a prueba cuando el ejecutivo cuenta con amplias mayorías en el Congreso, o cuando ambos poderes se encuentran en oposición.
En el 2016, según el Barómetro de las Américas, menos del 35% de los colombianos se encontraban satisfechos con el funcionamiento de la democracia, y solo 47,35% fueron clasificados como ciudadanos con “alta tolerancia política”. Esta es la puntuación más baja durante los 12 años de medición de esta encuesta.
El reciente atentado contra el candidato presidencial Gustavo Petro es un síntoma más de la radicalización que vive Colombia. Empero, no es cierto que el exalcalde de Bogotá sea el causante de esta crisis de tolerancia (o, al menos, no es el único). El país nunca ha tenido grandes niveles de tolerancia política y la violencia partidista del siglo pasado y el reiterativo asesinato a figuras políticas lo demuestran.
En las actuales elecciones, todas esas rencillas que se guardaron durante casi dos décadas han emergido con fuerza y el establishment al parecer encontró, por primera vez en mucho tiempo, a alguien que abiertamente lo reta. Gustavo Petro propone una constituyente y promete devolver el poder a las masas desposeídas. Germán Vargas Lleras hace propagandas en televisión comparándolo con Nicolás Maduro e Iván Duque lo llama populista y soñador.
Casi todos los candidatos parecen creer que sus oponentes representan un peligro para el país y quienes intentan no ubicarse en los extremos ideológicos son tildados de tibios y poco a poco van perdiendo posiciones en las encuestas. Es quizá esa lucha de “sistema” contra “antisistema” lo que ocasiona eventos como la intimidación de Gustavo en Cúcuta, los disturbios en Popayán por la presencia de Álvaro Uribe (el mismo día del atentado a Petro) y la renuncia a la candidatura de Rodrigo Londoño, exguerrillero y líder del partido FARC, por “falta de garantías” al haber sido agredido con piedras en varias ciudades del país.
Los ánimos en el país están caldeados y estas elecciones a Congreso y Presidencia serán determinantes: de llegar Petro a la Presidencia, seguramente tendrá que enfrentar un Congreso opositor y se pondrá a prueba su, cuestionado por algunos, talante democrático. Por su parte, la llegada de Iván Duque o Vargas Lleras significaría la vuelta de un proyecto político enfrascado en la seguridad y, para algunos, un retroceso en lo que ha sido ganado en materia democrática durante los últimos 8 años. La violencia política ha hecho su aparición en esta contienda electoral y amenaza con llevar la tolerancia política a sus mínimos. El peor de los escenarios (magnicidio) plantea una encrucijada difícil para el país y podría hacer sucumbir el orden institucional.
Lo ideal sería que este ciclo de radicalización no continuara su curso, y que el próximo presidente no utilice el escenario de extrema polarización para “quemar el establecimiento político” excusándose en la corrupción y la exclusión. Empero, a pesar de su casi medio siglo de continuidad, la democracia colombiana no es a prueba de balas.