La Colombia rural y las “máquinas de guerra”

Este país se viste de amarillo, azul y rojo para ver cómo la Selección Colombia hace el oso, para indignarse por un hijueputazo en la televisión –o porque se habla de drogas en ella– y para olvidar que aquí se practica la guerra con crueldad y sin censura.

Infórmate - Conflicto

2021-03-25

La Colombia rural y las “máquinas de guerra”

Columnista:

Daniel Riaño García

 

La cordillera que atraviesa el país ha influenciado en las condiciones de vida de sus pobladores; es así que la dispersión de la población ha dificultado el desarrollo de las vías de comunicación y su integración económica. Los ríos comunican y dividen, mientras que las montañas solo dividen. Las cordilleras de los Andes han acentuado la diversidad de las regiones, al tiempo que han dificultado la presencia del Estado (aunado a su incompetencia). En medio de las imponentes montañas existe una estirpe que floreció remota y olvidada en la periferia. La paz, la memoria histórica y el fortalecimiento de la presencia estatal, en aquellos macondianos lugares, son el camino para evitar la miseria, la repetición y la decadencia de la estirpe de la Colombia rural.

Este es un país que se caracteriza por el matutino café de las mañanas, por las flores y por la diversidad, pero también es un lugar que ha estado acompañado por décadas de la parca, que susurra continuamente, a quienes están en el poder, que es más fácil armarse, ponerse el uniforme «de héroe» y atacar con voracidad al enemigo. Aquí se vende la seguridad como una vulgar mercancía. ¿Para quiénes?, para aquellos que quieren aferrarse al poder y sus horribles tentáculos. Este país se viste de amarillo, azul y rojo para ver cómo la Selección Colombia hace el oso, para indignarse por un hijueputazo en la televisión –o porque se habla de drogas en ella– y para olvidar que aquí se practica la guerra con crueldad y sin censura.

Por azar de la vida, millones de niños han nacido entre ríos y montañas que esconden una historia marcada por el horror y la violencia. La infancia, en la vida rural, debe levantarse todos los días, ver las casas alrededor empobrecidas, las mismas tristes calles de siempre, asistir a las olvidadas escuelas y sentarse en pupitres roídos por el tiempo y uno que otro animal. Las oportunidades, para la niñez colombiana, son limitadas –y eso es algo que no se ha entendido en este país—, puesto que quienes nacen en la ruralidad deben enfrentar en carne propia la zozobra de un conflicto armado que da el ritmo a sus vidas.

De por sí, ya es duro levantarse a trabajar en la «nueva normalidad», sin embargo, lo hace más difícil aún, levantarse, reflejarse en una pantalla negra, encenderla y ver que los principales diarios del país anuncian:

«En Bombardeo del Ejército murieron 10 disidentes de las Farc liderados por ‘Gentil Duarte’», «Denuncian que menores de edad murieron en bombardeo en Guaviare», «Son máquinas de guerra»: así justificó Diego Molano bombardeo a adolescentes. Es realmente increíble que el exdirector del ICBF, sin pudor alguno, haya dado este tipo de declaraciones. Esto solo refleja el grado de alteridad moral de un Estado que ve a los actores del conflicto, de manera facilista, como fichas de ajedrez: peón por alfil y jaque mate.

Las declaraciones de Diego Molano dejan entrever que para las Fuerzas Militares este tipo de operaciones son un vulgar trofeo que se exhibe con arrogancia en las estadísticas y en los anaqueles de la historia. Que al Estado le encanta enviar mensajes autoritarios y ejemplarizantes como este, y que con ello busca que sus ministros de «Guerra», pendencieros y seniles, muestren cómo se pisotea a las disidencias de las FARC, al Acuerdo de Paz y a la niñez. Aquí se ha deificado a la guerra y se asiste a ella con devoción; por lo tanto, termina siendo un problema cultural y político. Por años, las diferentes estructuras políticas han balbuceado y tarareado un mejor futuro, con el único objetivo de ganar adeptos, votos, popularidad, fines personales.

El Estado, granuja y bufón, ha dejado a la niñez en la vida rural sin educación, sin salud, sin comunicación, sin fe… en situaciones complejas, en medio de las balas, en extrema precariedad y, aun así, en ocasiones se ufana de su protección, que sus derechos prevalecen sobre los de los demás. ¡Qué ironía!, ¡qué fabula!, ¡qué hipocresía! si lo único que hace el Estado, como ha hecho siempre, es apretar, pero no ahorcar —como Dios, si es que existe—, para perpetuar su agonía y después salir a afirmar que los niños reclutados forzosamente son “máquinas de guerra”. Como si él les hubiese otorgado las garantías necesarias para aferrarse a otras opciones.

Es mejor finalizar esta columna, antes de que se haga eterna, contrarío a la niñez en Colombia que debe jugar con la suerte, para afirmar con vehemencia que la paz es una elección que no se debe confrontar con la guerra y que hay que cambiar esta vuelta, puesto que nos estamos asomando voluntariamente a las fauces del Cerbero. Hay que educar este país para la paz e interiorizar en su alma que la guerra, que parece sacada de una ficción, no tiene sentido, que es vulgar, que es simplemente el alimento de avezados vendedores, de productos ya vencidos, que quieren acabar con la Colombia rural.

 

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Daniel Riaño García