El decreto 1038 de 2015, con el cual se reglamentó la ley 1732 del mismo año, sostuvo que todas las instituciones educativas deberían incluir en sus planes de estudio la materia de Cátedra de La Paz antes del 31 de diciembre de 2015. Ante dicha situación, el gobierno impulsó el programa “multiplicadores de paz” y el diplomado “Educa para la paz” destinado a educadores, instituciones educativas, profesionales y líderes sociales interesados en herramientas de paz para promover la convivencia en el aula de clases. No obstante, a dos años de su sanción y puesta en marcha, queda mucho trabajo por realizar.
Una de las tareas por resolver, implica la manera en cómo los planteles educativos y los educadores abordaran el tema del conflicto armado. Especialmente, si observamos la diferencia de su magnitud tanto en las zonas rurales como en los grandes cascos urbanos. Si bien, es el tiempo del “post-conflicto” aún no queda muy clara la forma en cómo los planteles trabajarán las razones que dieron origen al conflicto y los impactos que éste ha dejado. Entender sus causas y consecuencias conlleva a asimilar la paz desde una postura concreta y no como un simple aforismo.
Es decir, no se trata enseñar la paz por la paz, sino entender qué fue lo lesivo que hubo en la guerra, cuál fue el daño que generó a nuestra sociedad y qué debemos hacer para repararlo. Especialmente, si hablamos de una guerra que se integró en nuestra cotidianidad.
Asumir el desafío de construir paz en las aulas, demanda unas responsabilidades y hojas de ruta conforme a los escenarios que se puedan enfrentar en el salón de clases. La cátedra de la paz propone reformar la manera de pensar la escuela; es decir, dejar de entenderla como el espacio en el cual los jóvenes y adolescentes van a recibir información como agentes pasivos de su contexto, para empezar a verla como un centro de discusión, dialogo, interacción y debate.
En ese sentido, se trata no sólo de integrar a los estudiantes en el proceso de enseñanza-aprendizaje sino también de ver cómo estos, mediante su participación activa, se hacen conscientes de sus habilidades para ser agentes de cambio en sus comunidades.
Es interesante comprender cómo la naturaleza de los planteles educativos asumen esta cátedra, pues si bien es cierto que ha de integrarse en las diferentes áreas del conocimiento que han sido definidas en los programas curriculares, no queda muy claro cuál es la ruta a seguir más aún si el colegio es de un énfasis militar, religioso o de carácter privado. En últimas, ¿cuál es la paz que se proyecta en cada una de estos programas?
Las apuestas por construir paz desde los colegios debe, además, reconocer la importancia de la escuela no solo como agente de socialización sino también como susceptible de reproducir las diferentes violencias simbólicas y estructurales.
En consecuencia, la cátedra de la paz debe ser un escenario para la recuperación y el fortalecimiento del tejido social e institucional que deterioró y resquebrajó la dinámica del conflicto armado, así como también, para la consolidación de una pedagogía que fomente la ciudadanía y la satisfacción de los derechos humanos de la población joven. Una pedagogía que no posicione al estudiante como el sujeto pasivo de su realidad, sino que vea en él, la posibilidad de un cambio en su entorno y su cotidianidad.
Dentro de los elementos esenciales, toma un gran protagonismo la responsabilidad de los profesores al momento de transmitir un relato que no resulte parcializado y sea fidedigno con lo ocurrido durante estos 55 años de violencia.
En esa vía, la articulación entre la escuela y la realidad debe romper los muros y el hermetismo promoviendo una territorialización de la educación y permitiendo en los estudiantes un acercamiento a su realidad sociopolítica sin que ello implique un aumento de la polarización.
Así las cosas, la cátedra de la paz es un pretexto para nuestra sociedad que puede servir, bien sea, para fomentar la participación y la cultura política de la población juvenil a través de la emergencia de sus habilidades para responder a las demandas de su comunidad o como un instrumento para reproducir un modelo pedagógico tradicional que ve en los estudiantes seres desprovistos de todo tipo de conocimiento y criterio.
En últimas, más allá de un decreto, necesitamos asumir la responsabilidad de la enseñanza del pasado como una condición esencial para lograr la construcción de la paz y así evitar reducirla a una simple cátedra de culturización ciudadana de cuatro horas a la semana.