Columnista:
Rafael Medellín Pernett
Una mañana cualquiera, después de despertar de su tranquilo sueño, y al abrir la ventana de su cuarto, cierto personaje antagónico de la trágica historia colombiana había decidido que al colorido paisaje de la campiña antioqueña le hacía falta algo.
Al lugar, que ya contaba con un sinnúmero de maravillas, desde piedras prehistóricas que tocaban el cielo, hasta recetas gastronómicas envidiadas en Tailandia, le faltaba aún ese toque de espectacular, característico del aura colombiana.
Cada día, luego de terminar su jornada de estudios comerciales, que buscaban establecer nuevas rutas eficientes para el transporte de su producto, se dedicaba a pensar con delicada paciencia sobre ese algo que estaba faltando, y así, solucionar tan quijotesca dificultad.
Se le ocurrió, primero, dinosaurios, pero dudaba de si el grotesco clima antioqueño de su finca y alrededores les fuese propicio a los antiguos saurópsidos y a su ajetreada existencia; así que, finalmente, terminó descartando la opción más por extravagante que por inviable.
Al cabo de días y días de meditación, pensó que, al improvisado zoológico diseñado artesanalmente en las inmediaciones de su propiedad, solo le faltaba las desorbitantes trompas de dos elefantes blancos, los cuales mandó a traer inmediatamente desde Nueva Delhi, esperanzado en que la silueta de los majestuosos mamíferos acabarían por completar su obra maestra y se constituirían en la cereza de tal pastel.
Con un tiroteó al cielo (como se celebra en este particular rincón del mundo), y que tal vez no buscaba herir más que a alguna imprudente nube que ennegreciera el cielo en tan importante ocasión, fue recibido en una pista aérea clandestina el salvaje cargamento.
Debió ocurrir un inesperado error en la traducción del pedido, del español al idioma hindú, única explicación que se pudo dar a sí mismo el conocido personaje, cuando al revisar el sexo de sus dos recientes adquisiciones notó que ambas respondían al pronombre ‘él’. Posteriormente, estalló en cólera maldiciendo a toda la cadena de suministro que le había proporcionado, desde el otro lado del mundo, semejante decepción, pero en especial a la persona que no fue capaz de distinguir entre macho y hembra.
Para cerrar su proceso de duelo, en vista de la imposibilidad de los elefantes de reproducirse, tomó un avión y voló a África para traer por sí mismo dos hipopótamos, asegurándose de que, esta vez, uno fuera hembra. Nadie puede asegurar si esta acción fue tomada al azar o fue el resultado de una minuciosa y deliberada investigación cuyo objetivo buscaría agregarle, al ya crítico panorama nacional, un pequeño porcentaje de incoherencia.
La realidad es que, cuarenta años después de este enredado embrollo antioqueño, que suscitó tantas emociones, el país cuenta con una manada de hipopótamos que, al parecer, le están haciendo más daño al ecosistema que los residuos de los más de cuarenta millones de colombianos que contabilizó el censo del 2018. Y ahora el dilema se transforma en el eterno drama filosófico: vida o muerte. Porque la salida a esta equivocada y antinatural migración animal podría ser, en palabras de una reconocida bióloga, el asesinato. Ella, muy segura de sus afirmaciones, se aproxima al pensamiento de varios políticos de este país y que han pretendido solucionar todo con la muerte.
La encrucijada está ya trazada y no sabemos qué sucederá a futuro, pues quedó claro que, por la indignación mostrada, la sociedad colombiana y los oriundos de Doradal no están de acuerdo con la sugerencia de la profesional, la cual nos devolvería a esa época en la que creíamos que la muerte era una respuesta adecuada para cualquier mínimo altercado.
Sin embargo, debemos encontrar la forma de simplificar la ecuación, caso contrario, no sería motivo de escándalo el que los resultados de algún próximo censo muestren que en Colombia habitan más hipopótamos que humanos.