En un mundo con cada vez más cuantiosas y profundas contradicciones, un líder que representa a una de las organizaciones más desacreditadas del mundo, como lo es la Iglesia católica, se ha hecho a un número cada vez más creciente de seguidores y voceros de su mensaje.
Ya no estamos hablando de una figura exclusiva del ordenamiento católico sobre la tierra, pues miles de personas que lo citan, lo referencian y lo reconocen como autoridad, hacen parte de orillas muy diferentes a la práctica cristiana, a veces, incluso, de orillas que se le contraponen. Paradójicamente este es un Papa que en vez de insistir en el pecado y en el castigo divino, ha insistido en el perdón y en la comprensión.
Francisco ha abierto puertas que permanecían selladas y ha intentado cerrar otras que han pervertido la intención de la obra evangélica en el mundo. No en vano se ha ganado enemigos entre sus propias huestes, y muchos fieles católicos lo miran con recelo y desconfianza, por su tono, por su personalidad serena y desparpajada, sobre todo por la intención de su llamado, que es profundamente incluyente, que no clasifica, que busca la unidad, que no señala ni pretende echar a las llamas del infierno a sus afiliados.
Ha puesto en práctica aquello de la teología del pueblo, que no es otra cosa que untarse de la gente, de escucharla, de comprender lo que hacen y por qué lo hacen, de saludar la pobreza con indignación honesta, de verla a los ojos y hablar del tema como lo que es: un asunto estructural, de raíces políticas y sistémicas.
Es un hombre que se presenta como pastor, que le incomodan las adulaciones y a quien le inquietan las formas rígidas y presuntuosas del Vaticano, a las que ha renunciado de forma parcial y por las que batalla día con día en su cotidiana tarea apostólica.
No es un Papa como lo hemos conocido hasta ahora. Este se nos ha presentado como un igual, nos ha tomado de la mano, preguntado el nombre y abrazado, se ha dejado estrujar, se ha quitado el oro con que lo ataviaron, se ha permitido conocer y reconocer el mundo como un escenario diverso, aporreado por múltiples contradicciones y hambriento de un mensajero de Dios coherente, reposado y generoso.
El Papa querido y vituperado, el que no teme el confrontamiento ideológico ni histórico, el que habla con cariño y respeto con líderes de otras religiones, sin sentirse en situación privilegiada ni superior. Será por eso que muchos lo ven como un mercadólogo y un publicista muy eficiente, que bajo la máscara de la bondad y un mensaje bastaste enternecedor y populista oculta intenciones malignas, la bestia hecha Papa, mejor dicho. No sé.
Yo prefiero creer que es un hombre consiente de la realidad política y social que lo rodea, antes que abocarme en teorías conspiratorias, prefiero acomodarme feliz creyendo de buena fe que es un hombre que – obedeciendo a su vocación, sirviéndose de su carisma espontáneo y del poder influyente que le confiere su hábito- quiere ser partícipe de una metamorfosis urgente y necesaria del corazón del hombre.
Una revolución ambiciosa, que lo ha llevado a convertirse en el Papa sin fronteras, el de las periferias, valiente, el Papa de la gente.
Y el Papa de los que no creemos en áulicos, de los que llevamos la duda por delante, los que nos separamos de la Iglesia Católica por su pervertimiento, ambición desmedida y por faltar a la verdad y a la ética que le deberían ser naturales. Pero la Iglesia está hecha a la medida del hombre, aunque sea la iglesia de Dios, así como el hombre no es perfecto, querido Francisco, aunque esté hecho a la medida de Dios.
Le decimos adiós al Papa Francisco, con gratitud, con admiración, conscientes de que somos un país complejo, quebrantado y hastiado, pero también un país que ha dado el primer paso hacia la trasformación democrática, que desea desde lo más profundo de la selva salir avante de la guerra, a pesar de las intensas diferencias, de las múltiples maneras de ser y de hacer.
Debemos sobreponernos a la diferencia e ir a lo esencial, renovarnos, involucrarnos, como bien nos invitó en Medellín, ante más de un millón de personas que lo acompañamos en la misa campal. No me queda duda de que la esencia es la paz, no una paz firmada por dos actores, sino la paz que se deriva de un pacto político, amplio, diverso y ciudadano en donde prime la cultura del encuentro, del optimismo, de la alegría, no del exterminio ni la eliminación del que piensa diferente. Si Uribe, conmovido por las palabras del Papa, prometió trabajar en sus flaquezas, hay esperanza, claro que la hay, y no permitiremos que nos sea robada. Hasta pronto, Papa amigo.