Columnista:
Ana Prada-Páez
Recientemente, cuando salía con mi familia a almorzar pasé por el estadio de fútbol El Campín en Bogotá, Colombia. Al parecer los equipos de fútbol están jugando a puerta cerrada por protocolos de bioseguridad, y sus fieles hinchas han encontrado maneras creativas de expresar su cariño. Una enorme bandera creada e instalada por los seguidores del equipo de fútbol capitalino Santafé F. C. cubría al Estadio Nemesio Camacho El Campín, en la bandera se leía un mensaje que decía «Te amo Santafé».
De inmediato pensé, esa bandera debió haber sido hecha por hombres, porque a nosotras como mujeres, en esta latitud del mundo, desde niñas nos enseñan que lo único que podemos amar es a un hombre o a un hijo, mientras que a ellos les enseñan desde niños a amar a un país, a un equipo de fútbol, a un partido político, a una causa, etc. Así, casi siempre una relación sexo afectiva es asimétrica pues, las prioridades construidas socialmente no suelen encajar. Aun en los días de la modernidad nos siguen enseñando como mujeres que debemos entregar todo lo que somos en las relaciones sexo afectivas, esta disparidad de expectativas da origen a relaciones de dependencia y favorece la normalización de muchas formas de violencia basadas en el género que vivimos como mujeres en nuestra cotidianidad.
Frente a lo descrito, dice, Marcela Lagarde:
Desde la concepción tradicional del amor se espera que las mujeres seamos ignorantes. La ignorancia se llega a considerar incluso un atributo del amor. En la moral amorosa tradicional incluso esa ignorancia es elevada al rango de virtud, una virtud femenina. Desde una perspectiva moderna nos planteamos que para amar necesitamos conocer. Sobre todo, conocernos a nosotras mismas. Necesitamos del autoconocimiento.
Violencias cotidianas
Con este telón de fondo quisiera compartir una reflexión sobre las violencias cotidianas basadas en el género que son tan comunes como normalizadas en nuestras sociedades. El deseo de escribir sobre este tema está motivado por el Día Internacional contra la Violencia de Género que se celebra cada 25 de noviembre, una fecha que nos motiva a muchas de nosotras a recordar dolorosas situaciones en las que hemos sido minimizadas, calladas, excluidas, golpeadas y abusadas sexualmente y sin motivo alguno.
Para escribir esta columna le pedí a amigas de toda Latinoamérica que me compartieran experiencias propias en las que vivieron situaciones de violencia de género, y las historias que me compartieron me movieron las fibras del corazón. Encontré desde casos de violencia sexual hasta violencia psicológica por parte de sus parejas. Al parecer la violencia sexual es más común de lo que creemos, está tan imbricada en la forma como nos relacionamos que la normalizamos.
Si bien el movimiento feminista ha obtenido significativos logros en términos de equidad e inclusión, (entendido como un movimiento diverso en su interior y que hablamos de feminismos en lugar de único feminismo), todavía nos queda mucho camino por recorrer, en numerosos contextos laborales persiste la existencia del «techo de cristal» que se convierte de nuestra realidad cotidiana, en la que nuestros colegas nos «recuerdan que tenemos que estar agradecidas con tener un trabajo» y que por eso tenemos que estar calladas y no podemos dar nuestra opinión, o cuándo se hace más difícil para nosotras ascender laboralmente.
La disparidad también se vive en el entorno doméstico, frecuentemente, se da por sentado que a la mujer le corresponde estar a cargo de todo. Amigas que tienen que levantarse a las 4:00 a. m. para alistar la comida de todos, acompañar a sus hijos en las clases virtuales e iniciar la jornada laboral que finaliza a eso de las 10:00 p. m. a fin de poder estar al día con sus ocupaciones. La abnegación en la mujer se reconoce como una virtud, pero ¿por qué no reconocemos también que en la mayoría de los hogares estamos viviendo una carga inequitativa de responsabilidades basada en la condición de género?
En las relaciones de pareja, como mujeres es tan común que renunciamos a nosotras mismas con el fin de poner a nuestra pareja como centro y foco de nuestra vida, porque nos han enseñado que nos definimos exclusivamente con relación a un hombre, y esto de paso a que permitamos, aceptemos y en ocasiones, defendamos la violencia de género, pues creemos que es el hombre reafirmando su lugar en el mundo como «macho» y la mujer como sumisa y obediente. En las entrevistas que realicé, amigas me contaban como en proyectos realizados con sus parejas se reconocía al hombre únicamente, desestimando las contribuciones que ellas también realizaron en los proyectos.
Mi abuelita me cuenta que hace tan solo 40 años en Colombia era común que un hombre asesinara a su esposa a golpes porque ella no tenía la comida a tiempo, o simplemente, porque estaba muy borracho y cuando se denunciaban estos casos ante las autoridades se recibía la respuesta de que el esposo podía hacer lo que quisiera con su mujer. Ni hablar de la violencia de género en contexto de conflicto armado, que sea del bando que sea, víctimas, en grupos armados legales o ilegales. Dicho conflicto ha dejado huellas imborrables a mujeres en contextos en los que con frecuencia, la violencia sexual se utiliza como arma de guerra.
La violencia basada en el género nos toca a todos
Durante la epidemia de COVID-19, la violencia de género ha llegado a cifras alarmantes. La ausencia de espacios en los que los hombres se reconocen como vulnerables y se permiten canalizar asertivamente su miedos y frustraciones favorece el incremento de comportamientos violentos con sus parejas y familiares.
El modelo patriarcal también violenta a los hombres que tienen que creerse los super hombres; los únicos proveedores de la casa, los que se avergüenzan de que una mujer les ayude económicamente, porque sienten que han fallado al sistema; los que no se permiten conectar con sus emociones ni con la ternura para sanar; los estereotipos de género crean expectativas que resultan frustrantes al ser imposibles de alcanzar. Esta es una realidad que nos debe convocar tanto a hombres como mujeres.
Los círculos de palabra, la sororidad y la humanidad común
Para cerrar mi reflexión, quiero aportar tres propuestas que me parecen claves a fin de prevenir las violencias basadas en el género, estas son: los círculos de palabra para hombres y mujeres; la sororidad; y la idea de humanidad común.
Los círculos de palabra son espacios informales de conversación, en los que hombres o mujeres pueden compartir palabra sobre su día a día, comparten con otros sus logros, sueños, miedos, frustraciones y emociones en un espacio seguro, en el que los hombres se conectan con sus vulnerabilidades y las mujeres dejan de verse a sí mismas como competencia.
La sororidad nace también de manera espontánea e informal cuando nos apoyamos en nuestras amigas, madres, tías, abuelas. Esto nos ayuda a entender que no estamos solas, que juntas podemos visibilizar y prevenir las violencias, con el objetivo de sanar nuestros linajes. Aprendemos a escucharnos y vernos como aliadas en lugar de enemigas.
La noción de humanidad común, nos invita a centrarnos en lo que nos une, visualizar todo lo que tenemos en común con el que hemos estereotipado como distinto Podemos comenzar con pequeñas cosas, como que el otro también respira, tiene seres queridos, busca alcanzar su felicidad y evitar el dolor, y así, la lista se puede hacer más larga. Todo esto, para entender que las categorías son útiles para hacernos un modelo sencillo del mundo, pero, no deben ser un mecanismo para reducir a otros, sea por su género, raza, clase o ideología política. De esta manera, damos pasos agigantados en la consolidación de sociedades pacíficas.