¿Qué tan cerca estamos de una guerra mundial? Las redes sociales, los medios de comunicación alarmistas, beneficiarios directos del miedo y la zozobra de las gentes propalan la idea. Sin embargo, una tal confrontación universal no parece estar en el orden del día de la política mundial.
Los negocios son prósperos. La potencia imperial del norte se enseñorea. Su moneda está en los primeros lugares de preferencia. Su economía, pese a los gemidos de plañideras internas, es tan sólida como hace veinte o treinta años. los Estados Unidos de Norteamérica son los rectores de la economía que se dicta por los organismos internacionales del crédito y el comercio.
La vida cotidiana en ese país transcurre sin sobresaltos, ni contratiempos.
¿Que podría justificar un cambio drástico en tan idílico estándar de vida? ¿Qué podría llevarlos a modificar el pacífico disfrute de las mieles de un eficaz sistema imperante?
Se nos informa, no sin cierto dramatismo, que las naves de guerra surcan las aguas del Océano Pacifico frente a la península de Corea.
El Vicepresidente Pence amenaza. Los medios nos atemorizan con informes acerca de la capacidad nuclear en manos del díscolo dirigente, heredero de la tradición de la Dinastía Koryo, de donde deriva el nombre occidental Corea. Tal vez.
Pero, mientras la nación oriental está situada entre las más pobre del mundo, con un PIB per cápita de 467 euros, en 2013, los Estados Unidos registraron para el mismo año un PIB de 39.746 euros y eso para no hablar de otras variables como la producción industrial y agrícola en los cuales la nación norteamericana registra índices abrumadoramente más altos. La población de la nación oriental tiene una tradición ancestral dispuesta al belicismo. Sus antepasados están guerreando desde antes de la era común. Su situación geográfica al lado de China y vecina del Japón, enemigos sempiternos, los tiene acostumbrados a la refriega. Por eso, el sector más desarrollado de ese país es el militar. Ellos no tienen mucho que perder.
Surge entonces la pregunta: ¿Están dispuestos los Estados Unidos a arriesgar su economía, la vida sosegada de sus ciudadanos y, sobre todo, la salud de sus negocios, a cambio de iniciar una guerra estéril, en la cual nada tienen que ganar?
Porque la potencia del Norte nunca ha emprendido guerras ruinosas. Su único fundamentalismo es el del dios dólar. No el de la libertad. Ni mucho menos el de la democracia que los “gringos” entienden muy a su manera.
¿A santo de qué podrían los Estados Unidos casar una confrontación en la cual no van a obtener, ni petróleo, ni materiales radioactivos, ni rutas comerciales, ni beneficio económico alguno?
Donald Trump es un businessman. No tiene cerebro, sino calculadora sobre los hombros.
Claro que requiere un baño de popularidad. Claro que requiere legitimar su espurio mandato, obtenido más por virtud del enrevesado sistema electoral norteamericano que por la expresión legitima de la voluntad popular. Él también quiere demostrar, como lo hicieron los endebles padre e hijo Bush, que la tiene grande y potente. No en balde su trayectoria ha sido la del macho dominante y fanfarrón.
Pero a la hora de tomar decisiones trascendentales el ruido de la registradora pesa más en su cabeza que las consideraciones iusfilosoficas, jurídicas o ético-políticas y, obviamente, que el de los sables.
Occidente no conoce el real alcance del armamento bélico norcoreano. La CIA, que suele estar más o menos informada, debe tener noticia de la capacidad nuclear de su eventual contrincante. Y si el poderío nuclear coreano es real, es completamente seguro que no va a estar enfilado hacia el desierto de Atacama, ni a las peladas laderas del Gran Cañón. Si existe un arsenal nuclear en manos del nieto de Kim Il Sun, es muy probable que se halle apuntando hacia los centros industriales, bancarios y comerciales de la potencia del norte.
Y si un ataque informal, con instrumentos no convencionales, como el perpetrado por Al Kaeda apuñaló literalmente el corazón financiero y comercial de los Estados Unidos, una respuesta armada de Corea frente a un ataque bélico del Estado norteamericano le ocasionaría enormes pérdidas en el sistema económico, a más del golpe moral que pondría a tambalear al gobernante.
Porque, por otro lado, Donald Trump puede ser todo lo irresponsable que quiera, pero no es más que la punta del iceberg. No es otra cosa que un administrador de los negocios de los verdaderos dueños del negocio. El complejo militar e industrial de los Estados Unidos puede resultar beneficiario de una agresión como las que hemos visto en Irak, Libia y, más recientemente, en Afganistán. Pero esas son agresiones convencionales, sin posibilidad de respuesta por parte del opositor.
Con Corea las cosas serían a otro precio. Ya en el medio siglo XX, Estados Unidos tuvieron que declinar su pretensión de dominar la península coreana. Pese a todo su despliegue, al apoyo incluso de la ONU y de países obsecuentes como Colombia que colaboraron con tropas, como el Batallón Colombia, la aspiración imperial quedó en tablas.
Hoy día la situación es distinta. Porque, por demás Corea no está sola. Si bien China no comparte plenamente las orientaciones políticas del pretendido régimen socialista de Kim Jon Un, tampoco puede estar interesada en tener en su patio trasero a la potencia occidental.
Y Rusia tiene suficientes problemas con las etnias musulmanas del centro asiatico, para tolerar la incómoda permanencia de su ancestral contradictor norteamericano, el mismo que le armó a los rebeldes de Afganistán hoy convertidos en Estado Islámico.
De suerte que un enfrentamiento en caliente de los Estados Unidos con Corea del Norte no tiene fundamento. Y no porque fuera ilógico, sino porque es antieconómico. Y, repito, en la mente de un negociante no caben ideales, sino ganancias. Finalmente, como dijo Harry S. Truman, el genocida de Hiroshima y Nagasaki, “Los Estados Unidos no tienen amigos, sino intereses”.