Esta es la historia de cómo gracias a las patentes muchas personas mueren de leucemia y de otras enfermedades en todo el mundo, aún cuando la cura existe. Y empieza así.
La innovación de un país se mide por el número de patentes registradas. Las patentes son derechos sobre cualquier invención que garantizan al creador la explotación de los derechos económicos por determinado tiempo. En teoría, traen desarrollo, crecimiento económico y motivan a buscar soluciones a los problemas del mundo.
Pero las patentes se han convertido en una vía para incrementar la desigualdad, la pobreza, e incluso, el número de muertes.
Así lo demuestran los aportes de Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía; Vandana Shiva, premio Nobel Alternativo, Christian Laval y Pierre Dardot, doctores en sociología de la Universidad de París; Jeremy Rifkin, escritor consultado por gobiernos de todo el mundo; Naomi Klein, periodista y documentalista, y muchos investigadores más.
En Colombia, gracias a la patente de un medicamento contra la leucemia que otorga los derechos de explotación a una sola empresa, Novartis, el precio del producto se desbordó. La compañía no tienen competencia y define los precios a su antojo. Un solo tratamiento por año cuesta aproximadamente 300 millones pesos, si hubiera competencia costaría menos de la mitad. El Ministerio de Salud emprendió la tarea de declarar de interés público el acceso al medicamento después de recibir una petición de varias organizaciones que cuestionan la patente no solo por su elevado costo para el paciente y para el sistema de salud sino porque se otorgó sin cumplir los requisitos legales y en medio de dudas sobre la calidad de su «innovación».
Estados Unidos escribió una carta a Colombia advirtiendo que insistir en la liberación de la patente para el medicamento contra la leucemia, amenazaría a las farmacéuticas y violaría el Tratado de Libre Comercio, luego añade que esto afectaría la aprobación de dineros para la paz en Colombia. Un diplomático chantaje.
Olvida Estados Unidos que hace poco, en junio de 2013, su Corte Suprema levantó la patente de la empresa Myriad Genetics que tenía el monopolio de los test para detectar cáncer de seno y ovario; abrió la posibilidad para la investigación y acabó con el monopolio porque sabía que esto era bueno y que morirían menos ciudadanos americanos. El economista Ha-Joon Chang, uno de los más citados del mundo, afirma que los países ricos le dicen a los pobres que no hagan lo que ellos hicieron, que “patean la escalera” que les permitió ser desarrollados para que otros no suban. Chang les recomienda entonces que “hagan lo que los países ricos efectivamente hicieron, no lo que dicen que hicieron”.
No es casual que una persona que vive en América Latina tenga 60 % más de posibilidades de morir de cáncer que una que vive en Europa o en Estados Unidos.
Joseph Stiglitz identifica en su libro El precio de la desigualdad varias causas para que en el mundo de hoy el 1 % tenga más riqueza que todo el resto de la población. ¿Por qué cada vez hay más pobres? Ahí aparecen los monopolios y ¡las patentes! Dice: “Hablamos de la importancia de la propiedad intelectual, pero hemos diseñado un régimen caro e injusto de propiedad intelectual, que funciona más en beneficio de los abogados especializados en patentes y de las grandes corporaciones que en el fomento de las ciencias. La legislación estadounidense sobre patentes ha venido haciendo exactamente eso (reducir la entrada de nuevas empresas e incrementar el poder monopolista) las leyes se diseñan no para maximizar el ritmo de innovación, sino más bien para maximizar las rentas”.
En 1980 inició la carrera para patentarlo todo, desatando monopolios, abusos en los precios y otros despropósitos. Durante mucho tiempo fue inconcebible pensar en patentar la vida, pero ese año se permitió la patente de una bacteria en Estados Unidos. Desde entonces tuvo lugar una cadena de patentes que insultan el sentido común: Monsanto que patenta semillas y obliga a los campesinos a través de leyes y resoluciones a destruir las que habían usado siempre y comprar las de ellos; otras empresas que patentan árboles que toda la vida habían sido usados por comunidades, como es el caso del árbol Neem en la India. Varias de esas patentes se han abolido paulatinamente gracias a protestas ciudadanas.
Pero con las patentes no sólo se apropiaron de la vida (bacterias, semillas, genes, árboles…), ahora los monopolios encubiertos de propiedad intelectual se abren paso para decidir acerca de la muerte. “¿Quién puede pagar por mi ‘invento’? Del precio que impongo depende que vivas o mueras”, ya sea por una enfermedad, por falta de recursos, alimentos, tierra, agua o semillas.
Sería una vergüenza que Estados Unidos, que levanta patentes cuando se trata de salvar la vida de los ciudadanos norteamericanos, quitara recursos para el posconficto a Colombia por levantar la patente de una multinacional en beneficio de más de 2.000 pacientes, una patente cuya innovación ha sido cuestionada y negada en otros en países.
“No podemos pensar en el posconflicto con las categorías que generaron el conflicto”, dijo hace poco en una entrevista el antropólogo colombiano Arturo Escobar, conocido en el mundo como una de las voces más lúcidas de Colombia. Esas categorías de guerra son la abusiva demanda por la tierra, por los recursos, por el dinero, por los alimentos, y eso es justamente lo que significan los monopolios.
Movimientos sociales, gobiernos, activistas y académicos en diferentes países han tenido luchas similares a esta y sus casos se han convertido en un precedente de importancia mundial. Es la lucha entre la sensatez y el absurdo; entre la vida y la muerte; entre la salud y la enfermedad; entre la igualdad y la desigualdad; entre la ciencia y la acumulación de rentas. El gobierno tiene en sus manos una oportunidad histórica: declarar este medicamento de interés público. Porque si los recursos para el posconflicto dependen de los intereses económicos de las multinacionales defendidos a través de sistemas injustos de propiedad intelectual… preparémonos para otra guerra.