Formación para dar y recibir opiniones

Opina - Medios

2015-12-22

Formación para dar y recibir opiniones

Se puede opinar para la tolerancia o para la intolerancia, para la sumisión o para la autonomía del pensamiento; se opina para pasar el tiempo o para construir un pensamiento sólido; hay opiniones ligeras y las hay sólidas; también hay opiniones de mala fe o de una deslumbrante honestidad; pero ya está bien de enumeraciones, que las mencionadas son suficientes para concluir que así como hay una formación para escribiré, o para dibujar, para las matemáticas o para la química, en esto de la opinión que puede traer efectos dañinos, o muy provechosos, también debe haber una formación para su ejercicio activo como para el pasivo. Uno la necesita para recibir opiniones y también para emitirlas.

La opinión que se recibe críticamente agrega elementos positivos al conocimiento: la que se emite con responsabilidad construye y aporta. Así, ¿la opinión debe ser verdadera, o basta que sea libre?

Una somera reflexión revela que opinar es una forma de buscar la verdad. Cuando alguien afirmó que la opinión es un estado intermedio entre la certeza y la duda, la describió como una actividad tan dinámica como todas las búsquedas; como un ejercicio intelectual en el que intervienen las facultades espirituales del ser humano, y reconoció la muy elevada dignidad de un ejercicio que va más allá del inmediatismo y la levedad de la actividad de los solos sentidos.

Opinar es un asunto del espíritu y nace de la necesidad de verdad que alienta en todo ser humano. No se opina por opinar, sino para encontrar la verdad de algo o de alguien.

Esto explica el principio ético que recogen los pocos códigos que se refieren a las columnas de opinión y afirman que la opinión se apoya, como en un cimiento, en un hecho que debe ser verdadero para que la opinión tenga validez y no sea arbitraria.

Si el hecho comprobado sustenta a la opinión, es claro que la opinión que se construye sobre un rumor o una ficción tiene la consistencia de una casa en el aire. Un rumor, lo mismo que un hecho falso, no le permiten a un ser inteligente utilizar el instrumento de la opinión para buscar la verdad.

Debo detenerme con ustedes para examinar la naturaleza del rumor, del que los manuales de estilo de los periódicos tienen una mala idea. En efecto, en el nacimiento de un rumor interviene, como partera, la mala información: o porque hay ignorancia de los hechos, o porque se los recorta u oculta maliciosamente. Lo anota en un estudio sobre el tema, el profesor mejicano Javier Contreras: “el rumor nace, crece y se desarrolla en un ambiente de insuficiente información.”

Pero es peor el caso cuando la opinión no se apoya en el rumor sino en su hermano bastardo que es el chisme. El chisme es un rumor malintencionado con el que se quiere hacer mal a alguien. Las historias bajas, las habladurías, la difamación o la calumnia son las formas que asume el chisme para hacer daño con la mayor eficacia y con el menor riesgo posible.

Estamos asistiendo a una guerra sucia entre políticos que echan mano del chisme para hacerles daño a sus contrarios. Es un recurso tanto más dañino cuando aparece en los estrados judiciales y como declaraciones, o confesiones hechas ante fiscales y bajo juramento. Son casos en los que se ha optado por la mentira deliberada y alimentada por el rumor con el fin de hacer daño.

El chisme tiene su descastado origen en la incapacidad para investigar la verdad de quien se limita a oír conversaciones ajenas, o a espiar por el ojo de las cerraduras y con el propósito de hacer daño con el mínimo riesgo. Estas características explican el rechazo de los medios de comunicación que quieren mantener intactas su respetabilidad y su credibilidad.

Puesto que la opinión tiene como materia prima la información, esta debe ser incontaminada, esto es, libre de rumores, chismes, verdades a medias o discursos publicitarios. Cuando un medio permite que esta contaminación le llegue al lector, oyente o televidente, lo condenan a un ejercicio incompleto o falseado de la opinión.

La opinión libre
Una vieja sentencia repetida hasta el cansancio e incluida en las reacciones mencionadas atrás, dice que la opinión es libre y los hechos son sagrados; sentencia que, mal entendida, daría por hecho que la opinión se puede separar de los hechos, como si fuera posible emitir opiniones que no tengan que ver con los hechos.

Sin embargo hay una estrecha relación entre verdad y libertad, que configura el círculo virtuoso de la libertad que es indispensable para llegar a la verdad y de la verdad que siempre aumenta y fortalece la libertad… Se es libre para llegar a la verdad y a más verdad más libertad. Lo que en el lenguaje del evangelio equivale a la verdad os hará libres.

Esta estrecha relación entre la libertad y la verdad permite afirmar que no hay libertad donde hay mentira, y que no hay libertad para mentir.

Opinión y discusión.
Opinar, se dijo atrás, es una acción del espíritu en busca de la verdad. Una discusión está hecha de opiniones; es la fiesta de las opiniones, que se ponen en común como cuota inicial de la empresa de buscar la verdad. Hay, por tanto, actitudes acertadas y las hay equivocadas cuando se participa en ese ejercicio de la inteligencia que es una discusión. Es un ejercicio enriquecedor cuando se asume como una búsqueda de la verdad, en común.

Imagen cortesía de: line.do

Imagen cortesía de: line.do

Es un ejercicio estéril e inútil, a veces empobrecedor, cuando en vez de la verdad se busca imponer un punto de vista y llegar como en una pelea de boxeo a la victoria de uno sobre otro. Cuando predomina, en cambio, la voluntad de encontrar la verdad, se establecen unos acuerdos previos sobre el alcance de las palabras que se van a utilizar, sobre la delimitación del tema que se va a discutir y, como fondo de todo, subyace la convicción de que ninguno en la discusión tiene toda la verdad, ni todo el error.

De allí se destierran, por tanto, los dogmatismos y la arrogancia de quien cree tener la verdad como un capital propio… La discusión se debilita y `pierde su sentido cuando se utiliza como argucia, la deformación de los hechos y de las opiniones ajenas.

De este compromiso son un ejemplo los sofistas. Si ustedes creen que el sofista es quien todo lo vuelve palabras y acomoda las realidades a su discurso, tienen razón al rechazar que el sofista se invoque aquí como ejemplo de quien opina.. Pero la realidad del sofista es otra.

La intelectualidad griega fue marcada por estos oradores del ágora que, como gimnastas del entendimiento, se imponían disciplinas consistentes en afinar sus recursos dialécticos y oratorios para convencer a su auditorio, un día sobre la verdad de una tesis y al día siguiente sobre la verdad de la tesis contraria. Comenta Hanna Arendt que esa práctica, que hoy se podría condenar como deshonestidad intelectual porque muchos creen que los hombres como los ríos o los aviones, no tiene reversa, en aquellos tiempos tuvo efectos saludables: desmontó por su base, las estructuras del dogmatismo, una real peste en el proceso del conocimiento; puso las bases de la tolerancia, que no es solo soportar las discrepancias, sino reconocer que nadie tiene ni toda la verdad, ni todo el error, y que todo ser humano está hecho de una mezcla de verdad y de error, por consiguiente todos merecen ser apreciados por su aporte a la verdad.

Cuando en las páginas de opinión, cada columnista aporta su parte de verdad, el lector, como los oyentes del ágora, tiene la oportunidad de asistir en cada edición, al apasionante ejercicio con que los sofistas introdujeron a los griegos en la aventura del pensamiento. Ese parece ser el ideal y la naturaleza de quien emite, en privado o en público, una opinión.

La opinión, en efecto, es la expresión del dinamismo del espíritu, porque es un estado intermedio entre la certeza y la duda como ya quedó dicho.. Es parte del proceso que sigue un entendimiento activo en su recorrido desde la duda hasta la certeza, o en su tarea de depurar certezas a través de la duda.

En cualquiera de esas dos operaciones, la opinión es una etapa intermedia. Sin ella la democracia no sería posible porque, o el pensamiento se estancaría en la inmovilidad de lo dogmático, o se quedaría a la deriva dentro de la cambiante inestabilidad de la duda aceptada como posibilidad única.

El silencio.
Aparece aquí la posibilidad de la no deliberación, de la no opinión, o sea el silencio.
El ciudadano se mueve entre los extremos de la opinión por la opinión, porque hay que manifestarse a favor o en contra, porque hay que protestar o respaldar, como un extremo contrario al del silencio, que no es solo ausencia de palabras sino distanciamiento y no participación.

Se manifiesta en esa franja silenciosa que en las encuestas no saben ni responden, también en las cifras de los abstencionistas, mirados como un peso muerto de la sociedad. Son ciudadanos que en la vida pública dan la apariencia de esos peces de acuario, activos y vistosos, pero silenciosos, envueltos en las escamas de sus propios intereses e indiferentes a cuanto sucede a su alrededor.

Pero hay otro silencio que no es bueno ni sabio. Si la democracia es participación y una conciencia viva del bien común que se mantiene e incrementa con la acción común, el grupo de los silenciosos y pasivos se convierte en una carga social.

Imagen cortesía de: tappakistan.wordpress.com

Imagen cortesía de: tappakistan.wordpress.com

Cita Norberto Bobbio a Stuart Mill cuando distingue entre ciudadanos activos y los pasivos y anota: “ los gobernantes prefieren a los pasivos porque es más fácil tener controlados a súbditos dóciles e indiferentes; pero la democracia necesita de los otros.”

Con ciudadanos pasivos – incapaces de opinión por ignorancia o por fanatismo- los gobernantes convierten a los ciudadanos en rebaños de ovejas dedicadas a comer el pasto y a no lamentarse cuando el pasto escasea, anota Bobbio.

Es una forma benévola de decir que estas congregaciones de silenciosos y pasivos, están formadas por ciudadanos que renuncian a su derecho y que permiten que otros actúen en su nombre y hablen en su lugar.

Debo terminar, y lo hago recordando el ágora de Atenas. Un curioso dato histórico indica que el quórum de sus asambleas era de 6000 nombres. Eran otros tantos ciudadanos que para mantener su isonomía, o sea su igualdad ante la ley, debían cumplir un requisito indispensable: participar en la elaboración de las leyes mediante el ejercicio de opinar. No se trataba de hablar solamente, “En Atenas se habla y escucha alternativamente” decía un personaje de Eurípides.

El arma política por excelencia era la palabra que convence y la facultad de convencernos separa al hombre de las bestias, advertía Isócrates. Sucedía en Atenas hace más de 20 siglos y sigue sucediendo. La sociedad se vuelve más humana, los humanos convertimos en más humana nuestra historia individual y colectiva cuando asimilamos y hacemos nuestra la historia a través de la opinión, ese acto construido por la inteligencia..

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Javier Dario Restrepo
Periodista experto en ética periodística, catedrático de la Universidad de los Andes y conferencista en temas de comunicación social. Director del Consultorio Ético de la FNPI. Ha sido columnista en El Tiempo, El Espectador, El Colombiano y El Heraldo.