Columnista:
Julián Escobar Ávila
La explotación laboral es una práctica económica que sigue arrebatando la vida y la esperanza de millones de trabajadores alrededor del mundo. Tanto en fábricas como en restaurantes, domicilios, factorías o, incluso detrás de un teléfono o un ordenador, el trabajador o la trabajadora sigue siendo parte integral de un sistema de disciplinamiento y, expropiación del tiempo de vida, que se asemeja a la forma de la esclavitud.
La lógica jurídica y económica es simple; extender las horas laborales para abaratar los costos de mantenimiento del trabajador y potencializar la ganancia del patrón, a lo que Marx conceptualizaría como /plusvalía relativa/ [1].
Este fenómeno es crudo, lo sé, y quizás muchos de ustedes lo experimentan día a día. Vivir para trabajar en una situación tan desesperada es desalentador. También la inflación alrededor del mundo sigue a galope y la única alternativa es trabajar esclavizados o morir en el intento.
Sin embargo, se afirma que la explotación laboral se da de la misma forma en todos los países y, que no importa la escala de explotación, pues el trabajador en todo el mundo sigue siendo la víctima de la avaricia capitalista; pero hay que decir también que, en los países mal llamados del “primer mundo”, los trabajadores indocumentados son más vulnerables que los trabajadores locales.
Negros, mestizos, criollos e indígenas —provenientes del sur global— sufren en carne propia la nueva forma de esclavitud que se produce bajo el amparo jurídico de los países más “desarrollados”.
Por eso con esta crónica quiero poner al desnudo la realidad de dos salvadoreños y un colombiano indocumentados y explotados laboralmente en Bruselas, para poder hilvanar inquietudes sobre la realidad laboral de los inmigrantes y el aprovechamiento de sus condiciones como el método más nefasto de acumulación de riquezas.
«En el Salvador es peor»: Milton
Hace unos meses estoy viviendo en Bruselas, la capital política de Europa. Aquí se hablan todas las lenguas del mundo, pareciera una leve recreación de la antigua historia sobre Babel, aquella ciudad que concentraba todas las lenguas del Oriente Antiguo, pero también todos sus pecados.
El Parlamento Europeo, La Comisión Europea y, hasta la OTAN, tienen su sede aquí. Todo pareciera indicar que en esta ciudad la ley es la que impera y el contrato social es la brújula de la unión del continente, pero no es así.
Vivir en Bruselas es costoso, y más si eres un estudiante y practicante profesional como yo, por eso, me atreví a «ponerme la 10» (como decimos en Colombia) y salir a buscar un trabajo que me permitiese por lo menos tener para los gastos de mi hogar.
Pensé que la mejor opción para buscar un trabajo sería la de ir directamente a un restaurante latinoamericano. Creía que la supuesta bacanería y el sofisma de la solidaridad entre pueblos andinos podría ser una ayuda en estas geografías tan inciertas para un latino con documentos, pero recién llegado como yo.
De tanto buscar llegué a Sabor Latino, un restaurante ubicado muy cerca al centro de Bruselas. Al ser famoso por sus ceviches peruanos y churrascos y, sancochos colombianos, pensé que sería un buen lugar para comenzar mi travesía laboral en el continente europeo.
Allí hablé con el que sería mi explotador laboral, Miguel, quien mintiéndome sobre el pago por semana y horas extras, me persuadió para quedarme a trabajar bajo prueba por dos semanas.
—Te ganarás entre dos mil a dos mil seiscientos euros al mes. Ya verás, me insistía con ahínco lo del salario.
Al final, no dudé en tomar el trabajo. Me convenció su labia y me dejé llevar por la avaricia.
Durante mi primer día de trabajo conocí a mi compañero de barra Milton, un joven de 24 años proveniente de San Salvador, quien atendía el bar. Carismático y, disciplinado, comenzó a entablar una relación prematura conmigo por cuestiones de división de trabajo; él en el bar, yo como jefe de meseros. Teníamos que ser el alma de ese lugar. Yo repartía comida, y él las bebidas. Éramos un gran equipo funcional, aunque un poco desordenados.
Al son de Bad Bunny, vallenato y salsa, nos fuimos acercando en términos de camaradería. Un aspecto curioso de Milton es que durante el trabajo era peor que el jefe, como si tuviera potestad sobre nosotros, nos ponía a hacer cosas que contradecían las propias órdenes de Miguel, a tal punto que se enojaba con él mismo y se desquitaba con los otros trabajadores.
—¡Hey parce! (así llamaba a los colombianos).
—¿Muy fresquito?, solía decirnos cuando nos veía en reposo.
—Órale a trabajar pues…
Dentro de las charlas que tenía con Milton, me percaté de que se quejaba mucho de su trabajo, hacía señas de cansancio y evidentemente estaba de mal humor. Un aspecto un poco curioso era que yo no dejaba de pensar de que al menos ese trabajo era bien pago, y de que iba a sufrir la misma suerte de Milton con tal de ganar algunos euros, por eso le pregunté:
—¿Vos cuántas horas trabajás Milton?
—Pues ayer estaba desde las 10 de la mañana y hoy vamos, ponle hasta la 1 o 2.
—¿De la tarde?
— No, dos de la mañana, loco.
—¡Ishh!, ¿Entonces trabajás 14 horas?
Mientras limpiaba las copas y repartía platos de comida iba haciendo cuentas. En Bélgica al trabajador legalmente se le tiene que pagar 12,18 euros por hora [2], un pago más elevado a comparación de países como España y Francia, en donde pagan entre los 7,82 [3] y 10,50 euros la hora.
Es decir, según estas cuentas y, según la ley laboral en Bruselas, Milton se estaría ganando entre 140 o 160 euros al día, contando las propinas y el tiempo extra. En ese momento estuve más curioso y le repliqué:
—Bueno, ¿pero de verdad se saca más de 700 euros a la semana, como me había dicho Miguel?
Milton se ríe y manda su cabeza un poco hacia atrás, y me dice:
—No loco, son 50 euros al día y lo de la propina ni lo cuentes, eso depende de cómo esté el día y si le caes bien al comensal…
Yo quedé confuso, pero inmediatamente supe de lo que se trataba, así que añadí:
—¿Cómo así mk, te ganás 300 euros a la semana?
Me miró y se quedó callado mientras dejaba su copa y se iba hacia el sótano del restaurante a traer más Coca-Colas.
En ese momento quedé ahí, indignado y estresado. Pensé toda la noche en que Miguel me pagaría la mitad del salario por unas jornadas laborales que llegaban a las 60 horas semanales. Era desconcertante y sabía que era ilegal, pero la angustia me ganó y decidí quedarme a trabajar. Todo abyecto, sin confrontar directamente al jefe.
Al día siguiente lo primero que hice fue hablar con el asistente de meseros, un joven salvadoreño llamado Israel. Nunca supe su edad, pero creo que podría tener entre 20 y 21 años. A él le hice la misma pregunta mientras cortábamos unos pedazos de pan.
—Israel, ¿vos ayer trabajaste también desde las 10 de la mañana, verdad?
—Sí, ayer y todos estos diez días de prueba que llevo trabajando.
—¿Venís trabajando 10 horas diarias estos 7 días?
—Sí, ¿por qué?
—¿Y cuánto te ganás?
—No sé; ayer Miguel me pagó la semana y me dio 250 euros.
Le dije que eso no podía ser. Aprovechamos un momento de poca intensidad de clientes para calcular su precio real por jornada laboral. Inmediatamente Israel sacó una calculadora mientras me servía un café y me dijo:
—Sí, mira, 5 euros la hora; eso me gano, 5 euros la hora…
Le respondí: —5 euros multiplicados por 12 son 60 euros mk, te ganás 10 euros más que Milton.
—¿Por qué lo dices?
—Él se saca 50 euros al día, le contesté.
—¿Te dijo eso?
—Sí, ayer mientras se comía las uñas y, me ponía trabajo, me contaba eso.
—No puede ser —volvió a hacer cuentas—.
—No, la verga, me gano 4 euros la hora.
Nos quedamos callados y fingimos que estábamos trabajando, pues Miguel se acercaba constantemente vigilando que no desperdiciáramos ni una gota de sudor. Como en todo trabajo donde no hay más que relaciones de explotación, también la disciplina al trabajador se aplica incómodamente.
Decidí dejar el tema en vilo, pues ya eran dos días que venía trabajando en ese restaurante como mesero. Yo iba y atendía, como si nada hubiera pasado. Los clientes no dejaban de decirme: «pero qué comida tan deliciosa», sin siquiera percatarse de lo que sucedía tras bambalinas; sin siquiera percibir el fetiche de la mercancía que se escondía en esos sancochos y deliciosos platos peruanos.
Al quinto día de mi trabajo, es decir el sábado, decidí invitar a Milton y a Israel a tomar unas cervezas después de un agitado día laboral. Aprovechamos un llapingacho que un cliente no se comió para acompañar las cervezas en un bar cercano en Sain Gilt, una zona gastronómica de Bruselas.
—Bueno muchachos, ¿contentos porque nos van a pagar?, señalé.
—Pues sí y no, a mí ya me pagaron, pero me parte la madre que tengamos que trabajar mañana (domingo), supuestamente iba a salir con mi papá a dar un paseo. Llevo 7 meses aquí y no conozco nada, contesta Israel.
—Sí, pero deja de quejarte, interfirió Milton y siguió: ¡En El Salvador es peor, loco! ¿Prefieres quedarte sin chamba (trabajo) y no hacer nada? Además, mira como está nuestro país loco. Yo prefiero comer mierda aquí loco y no allá.
Israel le contesta mirando su único medio de transporte (un patinete rojo):
—Sí… Sí, solo que no sé, yo mejor me quedo callado…
Yo, al notar que había cierto ambiente de nostalgia y desagrado laboral, les dije:
—Bueno chicos, pero hay que decir las cosas como son. Miguel puede pagar otro trabajador. De verdad parceros se los digo, es explotación laboral. Yo he trabajado en otros restaurantes en Bélgica, obviamente en inglés y en francés, pero no te rajan la cabeza como lo hacen aquí. Qué mamadera de gallo.
—Entonces renuncia loco, me dijo Milton y siguió:
—Tú acá tienes papeles, puedes hacer lo que se te da en gana porque nadie te dice nada. Te puedes ir cuando quieras.
Yo le respondí:
—¿Cómo así, vos trabajás sin papeles? Tenés papeles?
—No loco, los dejé de tener en diciembre del año pasado. Miguel ha sido muy buena onda porque de otro modo no me hubiera contratado, pero bueno, qué se puede hacer, por eso se las pasa conmigo, porque sabe que estoy sin papeles.
—¿Pero él sabe que estás trabajando ilegalmente?
—Sí, pero qué quieres que haga, don Miguel me dio el trabajo y no voy a dejar esta oportunidad ni loco.
—¿Y vos Ismael?, pregunté.
—Yo no tengo papeles, pero estoy en ese proceso…
—Espera, interrumpí. —¿No tenés papeles tampoco?
—No (se ríe) —Solo un permiso de repatriación, pero no me dejan trabajar…
—¿Cómo así? ¿Cómo hiciste?, le pregunté.
—Mi papá vino aquí como ilegal, pero ya lleva unos años, así que pudo pedirme, pero todavía no tengo el permiso del mercado laboral.
—¿Y Miguel sabe?
Tras la pregunta se ríe y contesta: —¡Claro, cómo no va a saber!
Hasta este punto yo comprendí las cosas. Aunque era demasiado obvio, pero no tan explícito por la naturaleza de estos acontecimientos. Me encontraba trabajando en un restaurante donde no solo explotan laboralmente a los trabajadores, sino que se aprovechan de ellos por ser indocumentados para justificar dicha explotación. El decoro del capitalismo.
Y es que precisamente ese grotesco festín de rentabilidad y ganancia que, se embolsilla Miguel, es la evidente manifestación de una moral corrupta y deshumanizada, no solo de la explotación del humano por el humano, sino de un vaciamiento del ser.; de la cosificación de dos seres, jóvenes como yo, que se habían ido al supuesto «primer mundo» con grandes expectativas de vida. Sabiendo que día a día tienes que sacar 14 horas para entregárselas a un sujeto para que este, también alienado, acumule riquezas. Por eso decidí quedarme callado e indagar a fondo mientras me partía el lomo trabajando, pues quise conocer la verdadera condición de los otros compañeros con quienes apenas el saludo nos dábamos.
Estaban Carlos y Arturo, los cocineros; el primero proveniente de Perú, y el segundo de Bolivia. María y Giovanni, asistentes de cocina; la primera venía de Ecuador y, el segundo, que es colombiano, llegó hace ocho meses desde Bogotá…
Esta historia continuará en un segundo informe.
[1] Karl Marx, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (GRUNDRISSE). Tomo II página 307. Ediciones Siglo XXI.
[2] https://www.mites.gob.es/ficheros/ministerio/mundo/revista_ais/212/74.pdf
[3] https://www.audiolis.com/blog/smi-2022-salario-minimo/