Los cráneos ambulantes exhiben un par de cuencas en las que alguna vez habitaron unos ojos. Brotan del fondo de una fosa común y sus bocas abiertas, sin carne y pocos dientes, parecen morirse de la risa. Así de locas están las momias de Amagá, y Lukas, su carcelero, su guardián, su peluquero… parece que está peor que ellas.
Como una casa o un manicomio, así se puede entender el cementerio del municipio, un recinto que acoge, entre muchos, a los mineros que han muerto dentro de un socavón mientras buscaban ganarse la vida.
La edificación es amplia, de fachada amarilla y con una reja de color rojo, casi café oscuro; está ubicada en las afueras del pueblo, pero en una zona que se asimila a un barrio. Justo al frente hay una cantina, donde tal vez los mineros se tomaron una que otra “pola” en honor a los compañeros ya muertos, que cambiaron la cama por un ataúd en el camposanto.
En frente varias viviendas. En la pared que hace las veces de bar, hay un letrero en forma de lápida en el que se ofrece este servicio. Al lado, desde el corral, una docena de gallos, al parecer los guardianes de la necrópolis, lloran su falta de cresta, despelucados ellos, mientras una mujer alimenta su dolor y su tristeza con unos granos de maíz que lanza al patio como en una película… como en cámara lenta.
Entrar a la morada de los muertos, pedir permiso e ir a buscar al sepulturero para conocer la historia de las momias de Amagá, de las que muchos ni saben de su existencia, de las abandonadas por sus familias, es el primer momento que vive un extraño en el recinto.
Hay que gritar como un loco para encontrarlo, con el temor de ir a despertar a alguno de los que allí “viven”.
Luego se empieza a recorrer la casa, pareciera que estuviera compuesta por muchas habitaciones, una para cada uno o, en algunos casos, una para cada familia. La presencia de zonas verdes le da un toque campestre al lugar, donde tal vez los niños que allí “habitan” corren como fantasmas y gatean uno tras otro.
A eso de las tres de la tarde, el cielo comienza a ponerse gris y a oscurecerse como una mina. Se pasa por el pabellón donde descansan los infantes: Fotografías, carritos de colección y muñecos, de un lado a otro, acompañan las tumbas de los inocentes que ya no están en este mundo.
Una pareja, al parecer padres de uno de los chicos, está de visita. Tienen una escalera para alcanzar la zona más alta, donde descansa el crío. Al preguntar de nuevo por el sepulturero, lo poco que pueden decir es que desde hace unos días está de vacaciones.
Seguir el camino entre lápidas, flores, fotos, frío y con la sensación de muchas miradas. Preguntarle por el guardián de los muertos a un hombre que, con nostalgia, destapa una tumba. Él dice no conocerlo.
Volver a llamar, a gritar casi. El sujeto se esfuma y, por fin, aparecen los dos juntos.
¿De vacaciones?, es la pregunta que se obliga. Dice que estaba tras unos matorrales que, por su aspecto, tenían que ser como la entrada a un inframundo. Lo que nunca se supo era qué estaba haciendo por allá Lukas, el enterrador de Amagá.
Con embriaguez de emoción, como si de una atracción se tratara, así me siento. ¡Quiero ver las momias!, le solicito. Ni imaginaba la magnitud del lugar.
Olor a muerte… se empezaba a sentir. Sí, un olor a luto que se fusionaba con tristeza, lamentos, dolor, polvo, cenizas añejas y recelo.
Una prueba de miedo. Hay que superarla. Calaveras que se asoman desde el fondo de la cripta, poses inimaginables, gritos que parecen responder. Un cráneo de 1800 ensartado en un palo de escoba, como un títere, es el encargado de darme la bienvenida a esta prueba de valentía.
“Bueno, ¿ustedes vinieron a guevoniar o a descansar?”, es el regaño que reciben de Lukas las ánimas que deambulan por el sitio. Él las siente, él las ve. “Es que ellas saben que a mí no me gusta que me molesten. Y me tienen que hacer caso”.
Un corazón late y otro se para. La paradoja del momento. Hay que buscar una puerta, la de acceso a las momias. Todo se convierte en un escondite. Una tumba llena de polvo, estrecha, sucia, con cadáveres arriba, abajo y a los lados. No se distingue entre las demás, pasa inadvertida; es una fosa de color blanco y, de sello…, un candado que se adorna con flores rojas.
Don Juan, ¡qué pena montarme sobre su tumba!, pienso mientras subo el pie izquierdo y entro al famoso lugar. Un túnel oscuro y, al fondo, varias cabezas juntas. Lukas y el amigo que, supuestamente, no conocía, son los primeros en acceder. A gatas, uno tras otro, con la intención de conocer la muerte.
Por fin se logra penetrar al mencionado sitio; un cuarto en las entrañas del cementerio, del que nadie sospecha que existe. El acceso es como aquella puertecita pequeña de Alicia en el país de las maravillas, pero el paisaje no es para nada similar.
Me paro y tengo al lado a una mujer con un niño sobre sus piernas, que no es su hijo, ambos están sentados sobre un muro ovalado que cubre un ataúd. En un costado está Yesica. Conserva su presencia de chica malévola, su mirada, su nariz rota, sus ojos muy abiertos, su piel amarillosa y disecada atormentan a cualquiera. Lukas la abraza, tanto la quiere. Con pasión deshila su cabello.
Al costado izquierdo hay un túnel con un ejército completo, todos mirando al frente y parados sobre huesos de manos, dedos, cráneos, piernas y otras osamentas que arman el rompecabezas del cuerpo humano. Algunos son calvos y otros conservan su pelo. Entre ellos, una mujer saluda con sus ojos y boca muy abiertos. “Fue así como quedó después de que la enterraran viva y se revolcara en su tumba hasta morir”, recuerda el guardián del cementerio.
Todos los cuerpos están allí, más de 200, inmersos en un silencio temible. Unos con cabeza… otros sin ella. Algunos muy elegantes, con sombrero y corbata, los demás, sin ningún tipo de adornos, como no sea su ya ajada y tiesa vestimenta de décadas y décadas. Cabellos lisos y brillantes.
Yesica, la prostituta asesinada, sin brazos y sin piernas, luce su cabellera lustrosa, esa que Lukas peina con cautela cada mañana con un peine de goce. Se escuchan lamentos, pasan cuatro o cinco sombras, almas ambulantes por las que los fieles desgranan camándulas hasta que el alma de la persona descanse.
De ocho de la mañana a cinco de la tarde, nueve horas pasa el hombre con Yesica. La abraza a ella y al bebé, siente que son su familia. No puede hacer nada más que deambular en un cementerio, nació para eso. Es su vocación.
No le importa si tiene que entrar en la noche, no existe el miedo en su vida. Con la luz amortiguada de un celular recorre cada corredor, hasta las diez u once de la noche. Se escucha el llanto de una criatura. Las almas vuelven, hacen presencia.
Una viejita de 70 años aparece, de vestido fucsia y estatura baja, Lukas intenta seguirla para averiguar qué necesita, pero ella se esfuma.
La muerte lo persigue, su abuelo, ya muerto, lo llama, le hace señas en la sala de su casa. Con confianza lo manda a descansar, no lo quiere acompañar. No es el momento.
Prefiere por ahora eliminar brujerías y maldades que se ejecutan en el camposanto. Amarres y ligamentos, tangas en sahumerios y fotos en la horqueta, cintas rojas y negras, muñecos con alfileres clavados en todos lados. Tierra de cementerio que cubre la pócima. Agua corriente que las elimina. Hartas, hartas brujas hay en Amagá.
Muertos, ánimas, fantasmas, seres de ultratumba, momias, lápidas que lloran, voces siniestras lo rodean todo el tiempo. Habla con todos ellos y ellas. Le anunciaron quién sería el próximo alcalde del municipio y no se equivocaron.
“Loco, todos dicen que estoy loco”, resalta Lukas con euforia. Loco está, es cierto, pero sus compañeras, las momias, están peor que él y se ríen cada día y cada noche de ello.