Siempre he pensado que quienes hacemos públicas nuestras opiniones en la web, ya sea en una columna de opinión a través de cualquier medio o un simple tweet, tenemos cierta responsabilidad ética. La responsabilidad de utilizar nuestras palabras para entablar debates serios, respaldar opiniones con argumentos de peso y, sobre todo, construir a través del discurso una ética ciudadana basada en principios de convivencia básica como el respeto.
Durante los últimos días fueron protagonistas de escándalos en redes sociales relacionados con declaraciones salidas de tono el abogado Abelardo De la Espriella quien afirmó abiertamente que la muerte de Nicolás Maduro es deseable, y el expresidente Álvaro Uribe por llamar «violador de niños» al periodista Daniel Samper.
John Locke tal vez hubiera felicitado a De La Espriella por ceñirse tan bien a su teoría frente al tiranicidio. Pero no hay mayor barbarie que incitar al asesinato de otro ser humano. Estando en pleno siglo XXI, el respeto, la no discriminación y la igualdad, nunca habían sido tan importantes.
No puede considerarse un abogado serio, quien incita abiertamente a violar la ley. Y mucho menos en la era de la tecnología y las redes sociales, puede uno hacer pública su creencia de que matar es una buena opción.
Claro, Maduro no ha traído más que desgracias a la vecina Venezuela y el fin de su régimen es necesario para que este país progrese, pero bajo ningún caso es aceptable hacer apología al delito. ¿En últimas, qué autoridad tenemos para decidir sobre la vida de una persona?
Por otro lado, Álvaro Uribe, quien tiene alrededor de cuatro millones de seguidores en Twitter, utilizó su influencia para difamar abiertamente y sin vergüenza o prueba alguna a otro ciudadano, un claro crimen si se le pregunta a un experto. ¿Como puede ser tan poco cuidadoso un personaje público? ¿Y uno de tanta importancia?
Esa definitivamente no es una actitud digna de quien es supuestamente «el gran colombiano». Uribe, quien tanto lucha por mostrarse como un ser moralmente superior a los -terroristas- de las FARC y los políticos corruptos, derriba por sí mismo su fachada de ciudadano impoluto con comentarios de ese estilo.
Hasta en su declaración al respecto, en vez de retractarse, únicamente se dedicó a poner el dedo en la llaga. Muy a la manera de Trump, utiliza como punta de lanza la llamada posverdad y tiene como el mandatario gringo, un supuesto claro, nunca pedir perdón.
Las redes sociales han ayudado sin lugar a duda a derribar muchas barreras entre las personas, especialmente las de tiempo y distancia. Pero hay límites cuyo derribamiento puede ser funesto, como los del respeto y la sana convivencia.
Hoy por hoy, muchos viven con la creencia de que poder decir lo que quieran (en términos de capacidad) implica que es deseable hacerlo, y en efecto, lo hacen sin preocuparse por las consecuencias que pueden causar unas pocas palabras aparentemente bien intencionadas.
Uno podría decir todo lo que se le viene a la mente, sí. Pero son especialmente las figuras públicas quienes deben pensar dos veces antes de abrir la boca. Sin dar lugar a la censura, una persona (y sociedad) debe preguntarse, ¿Qué merece de ser dicho? y sobre todo ¿Qué tipo de acciones construyen un mejor país?
Cuando hablaba de responsabilidad, nuevamente, me refería precisamente a que quienes hacemos públicas nuestras opiniones, no debemos atacar a otras personas o exaltar un delito. Al contrario, debemos ser éticos y sopesar doblemente aquello que planeamos decir para así, repito, construir a través del discurso.
El lenguaje es un arma poderosa, especialmente cuando se usa para expresar ideas y argumentar posiciones, por lo tanto, lo que se dice, cómo y quién lo hace, es objeto de gran importancia. Como dice el viejo refrán uribista «hacen mucho daño los compañeros que no cuidan las comunicaciones».