Esa Colombia perdida

Opina - Conflicto

2016-07-21

Esa Colombia perdida

De esto tenemos certeza: lo primero que le roba la guerra a un pueblo es su propio país.

País, en sentido estricto, es eso del territorio. Territorio, para que nos vamos entendiendo, son esos 1 141 748 kilómetros cuadrados de tierrita,  y otra lista medio larga que aparece en nuestra Constitución: La extensión marina con sus islas, islotes, cayos, morros y bancos; el subsuelo, el mar territorial, la zona contigua, la plataforma continental, el espacio aérea y, dichosos nosotros, hasta la órbita geoestacionaria.

De estas proporciones es la Colombia perdida. Perdida desde el comienzo a manos de los conquistadores; después, por los colonizadores y más tarde por quienes hicieron y ganaron las guerras de Independencia. Perdida y repartida, en los últimos dos siglos, en una decena de guerras civiles, por los despojadores de tierras, los oligarcas y los grandes colonos, nuevos señores de la guerra. Perdida, en la guerra reciente, por cuenta de guerrilla, ejército y paramilitares, que la sembraron de minas, la bombardearon, la inundaron, la secuestraron, la descuartizaron, y la colmaron de terror y miedo: el arma con la cual ya muchos no volvieron a su tierra y, otros, simplemente nunca la conocieron.

Son muchos los terruños abandonados a la fuerza. Jordán Sube, un pueblo de Santander, al que se puede llegar, entre otros medios, después de andar varias horas por los caminos reales construidos por el alemán Geo Von Lengerke, no tiene médico, bomberos, ni cementerio y, los más optimistas, calculan que en su casco urbano habitan unos 50 habitantes.

Pocos colombianos sabemos que existe Jordán Sube, el caso es que de esta belleza perdida se cuentan muchas historias. Dice un reportaje de Noticias Uno que “el pueblo es tan solo que hasta el bloque Magdalena Medio de las Farc se aburrió y lo abandonó”. Y dicen algunos habitantes que se atreven a hablar que el municipio ha sido controlado desde hace 50 años por la familia Ferreira y que, desde la Época de la violencia, el viejo Roque desterró a cientos de sus habitantes y a muchos otros los mató y descuartizó antes de arrojarlos a las aguas del Río Chicamocha.

Con la guerra, además, no se perdió cualquier tierra, sino la más exuberante, la más rica. Perdimos la de los páramos, el llano profundo, la fauna y la flora mágicas, esa de la selva inaccesible, por décadas habitada sólo por guerrillas y la madre pobreza. Perdimos la del petróleo, el oro, el carbón y las esmeraldas, en disputa desde siempre por su inmensa riqueza.

Un día de 1998, en la vía Don Diego, un sector de Llanogrande (Oriente antioqueño), una de las tierras más costosas del país, la guerrilla del ELN montó retén cual peaje y secuestró a varios platudos. Entonces supimos que ya teníamos la guerrilla en las goteras de la ciudad y que, como dice el cuento, la mayoría de los colombianos habíamos perdido la posibilidad de ir a la finca de recreo que nunca tuvimos.

Los ricos se pusieron serios, pero ya Colombia era un país de pueblos y caminos abandonados. En la autopista Medellín-Bogotá, la vía que comunica las dos ciudades capitales más importantes del país, hacía tiempo sólo cruzaban osados camioneros con el temor de perder sus mercancías. Como en la Estrategia del Caracol de Sergio Cabrera, los bandidos dejaron las fachadas de las hijueputas casas pintadas, esta vez con sus consignas de huyan o mueran.

Pero si las guerras tienen su fin, la nuestra terminará algún día. Si la guerra nos quitó el país, las paz, por deducción lógica, tiene que devolvérnoslo. Miremos a ver:

Parque Nacional Natural El Cocuy. Imagen cortesía de: viajala.com.co

Parque Nacional Natural El Cocuy.
Imagen cortesía de: viajala.com.co

Cada semana, cientos de nuevos visitantes llegan a bañarse en las aguas de Caño Cristales. Pocos sabrán que esas tierras de La Macarena han sido patria natural de las Farc y que si hacemos la paz, para comenzar, el Estado tendrá que recuperar la tierra para sus legítimos dueños o, mejor, aprovecharla para el beneficio de toda la nación.

Las ballenas, las tortugas y los cangrejos, como los aventureros, siguen arribando a las costas chocoanas; la carretera de Cúcuta al Catatumbo es un universo de inimaginables paisajes que se descubren en cada tramo de la vía y en el Putumayo está el Fin del mundo, un lugar tan mágico como su nombre. En estos pedazos de la geografía, tan ricos en belleza y tan en disputa por el hombre, a esta hora se libran otras guerras.

En Colombia, al menos 44 pueblos han sido declarados Bienes de Interés Cultural Nacional y, de ellos, 17 hacen parte de la Red Turística de Pueblos Patrimonio que promueve el Fondo Nacional de Turismo. En esa lista, aparecen pueblos tan visitados como Barichara en Santander, Villa de Leyva en Boyacá o Jericó y Jardín en Antioquia; pero también está Ciénaga en el Magdalena (otrora bañada por el dolor de las masacres), o el pequeño caserío de La Playa de Belén en Norte de Santander, un pueblo custodiado por el Área Natural Única de Los Estoraques, pero aún desconocido por su compleja ubicación en el mapa colombiano.

En San Carlos, San Rafael o Cocorná, en Antioquia, pueblos atravesados por el conflicto armado, lugareños y visitantes volvieron a los charcos. El primer derecho a gozar de una patria debería ser ese de poder bañarse en sus aguas y recorrer sin temor su montañas, cuevas, cascadas, bosques, páramos, ciénagas o selvas.

Agencias de viajes creadas por aventureros invitan a conocer los Llanos Orientales en estado puro, el desierto más grande de Colombia en la Alta Guajira, el cielo más estrellado en La Tatacoa, la apenas descubierta Guainía, (tierra de muchas aguas en dialecto indígena) o uno de nuestros innumerables parques nacionales, cuyos paisajes y especies resultan tan exóticos como sus nombres: Ensenada de Utría, Tayrona, El Cucuy, Macuira, Uramba, Chingaza, Tuparro, Old Providence McBean Lagoon.

Si hacemos la paz y nos devuelven la tierra (o al menos no nos reciben a bala cuando vayamos de visita), entonces podremos empacar maleta y salir, por fin, al encuentro de esa Colombia perdida. Esta sería, como le leí por ahí a un amigo, una buena forma de celebrar nuestra verdadera Independencia.

 

Publicada el: 21 Jul de 2016

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Julio César Orozco
Periodista sin oficio, abogado sin causa, filósofo por vocación, fotógrafo por afición, maestro en formación.