Columnista:
Carmen Alexa Villegas Ramos
Hace algún tiempo, en el país, negros, indígenas, gente de campo, vieron morir a los suyos —que también son los nuestros—, en las áreas rurales del país. Los ríos se tiñeron de sangre —todos lo saben, con cuerpos que se abrían paso por las aguas, acompañados por el temor y el silencio de hablar de la guerra. En el campo colombiano hay un cultivo de muertos, de desaparecidos, de hombres, mujeres y niños que fueron despojados de su humanidad.
En esas tierras nació el miedo, nació la herencia de estos daños colaterales, que han venido dejando huella en tantas generaciones… tantas, que han crecido creyendo que no existen reales posibilidades de cambio, crecieron creyendo que la esperanza era imposible, que en la escuela se debía aprender a sumar y a esquivar las balas, y que cada muerto puesto, en nombre patrio, era héroe o algo había hecho, aunque se conocían las historias de las familias y que sus pérdidas no tenían una excusa razonable, es más, no era razonable la idea misma de patria.
¿Cuántos no crecimos viviendo junto a paramilitares que mataron a nuestros conocidos, frente a los guerrilleros, un grupo de niños, que vieron en la posibilidad de lucha una forma ilusoria de resistencia? Cuántos ideales muertos, falsos, truncados. Y ni qué decir de aquellos soldados que fueron adoctrinados bajo cánticos en los que se imaginaban degollando enemigos, bañándose en su sangre.
Niños matando niños ¿y en nombre de qué?
Conozco tantas historias de mujeres que no han disfrutado abiertamente de su sexualidad y esta, en cambio, ha sido convertida en un botín de guerra. Como si nos parieran para ser víctimas de orgullos masculinos rotos, deshonras familiares; fábricas de hijos destinados siempre a terribles futuros, como el morir abaleado defendiendo ideales que ni siquiera reconocen propios, ni ellos ni sus familias.
La guerra, como el café, ha tenido aroma de mujer.
Las campesinas, las indígenas, las negras, las blancas, las profesoras, las trans, las maricas, las putas, las amas de casa….
Mujeres heridas, desangradas, violadas, mutiladas. Asesinadas.
…Olvidadas.
Y se siguen preguntando cómo es que hoy, en las calles, miles de personas combaten las tanquetas que defienden los ideales estatales, vestidos de capuchones improvisados, armados con piedras o palos, para resistir a las mismas balas que hicieron eco en el campo.
Más de tres semanas de protestas ininterrumpidas: muchachos y muchachas que perdieron sus ojos, que fueron abusados, ultrajados, fueron mal heridos, perdieron la vida y, sin embargo, no han perdido la esperanza, esa que nació cuando vieron que la historia nacional está marcada, entre otras cosas, por el desplazamiento, por el dolor del desarraigo. Tanto así que crecieron creyendo que sus historias individuales no lograban ajustarse en las historias descritas como oficiales. Se dieron cuenta de que no eran los únicos, que no estaban solos y así formaron colectivos. Justo allí nació la posibilidad de lucha, justo allí nació la convicción por derrotar la tan hiriente normalidad.
Comunidades indígenas, comunidades negras, esta lucha no tiene tintes raciales, se reconoce como diversa, se reconoce como el espacio de lucha de esos otros, los dominados.
La guerra se vino del campo, porque el campo necesita sanarse. Los disparos que hoy transitan las calles, son la repercusión del golpe mortal hecho al monte, uno que no para, que avanza, que pretende terminar en las conciencias de ellos, los que hoy se quejan de los desabastecimientos en los supermercados, cuando jamás en sus vidas han pasado hambre, cuando desde que nacen tienen escrito el plan de vida, uno que implica morir, pero de viejos. Mientras esta generación, con miedo a la muerte, tiene más miedo al ciclo ininterrumpido de indiferencia, de inequidad.
Entre tanto, ellos están en las calles, algunos no salen de casa. Algunos simplemente no pueden hacerlo o no constantemente, pero buscan otras estrategias, y todas implican el diálogo. Ya se va disipando el miedo a la palabra, porque en las casas se escuchan rumores de lo que sucede, los niños preguntan, los grandes responden y ambos piensan. ¡Qué tan importante es, entonces, alzar la voz! porque esta lucha se siente más colectiva que la misma idea de eso, que aún es difícil definir: patria.
¡Qué escenario tan complejo! Parece que la invitación a bajar las armas fuera la búsqueda de adoctrinamiento, pero es la búsqueda de respeto a la vida misma. Parece también que los escritos pretenden incendiar las voluntades e invitar al uso de la violencia como única y más efectiva alternativa de cambio, pero realmente estos espacios buscan apoyar las fuerzas que movilizan estas historias pequeñitas, reunidas como si fueran un solo compendio de fuerzas, las mismas que hoy buscan dignificar la vida en las calles.
No se desean muertes, no se trata de un deseo de teñir el pavimento de sangre. Se trata de dignificar la vida, de revivir los deseos puestos en la paz que han arrebatado y quizás ponerlo en estas palabras ayude a que los armados bajen sus armas; siendo así que el silencio y la quietud ayuden a reconocer los rostros de esos que luchan y a escuchar, como diría Gioconda Belli, en su poema Huelga: «los pasos del tirano que se marcha».
Carmen , excelente radiografía de la trágica historia
de nuestro país. Muchas gracias por recordarnos, lo que los medios comprados nos ocultan a diario.