Columnista:
Daniel Riaño García
Tuve la oportunidad de viajar con unos compañeros de trabajo entre San Vicente del Caguán y La Macarena: entre el Meta y el Caquetá. Anduvimos entre trochas, piedras y tierra. En bolsas negras metimos las maletas (por el tierrero que se nos venía encima). Algunos de nosotros decidimos ir en el platón de la camioneta —por puro heroísmo—; de esta manera emprendimos un pequeño viaje al corazón de otro país; con otras normas de convivencia, con otras costumbres, con diferentes temores: San Juan de Lozada. En el platón no faltaron las risas, unas polas, los comentarios y los perfectos silencios que permitieron admirar el paisaje caqueteño y metense.
De San Vicente del Caguán a San Juan de Lozada hay aproximadamente dos horas de viaje. Este es un pequeño pueblo en el que existe un sistema de valores distinto —al igual que en las demás veredas que visité— en el cual no se les permite a los hombres, por ejemplo, tener cabello largo o aretes.
Tienen sus propias reglas y, quien las quebrante, será llamado por algún comandante para rendir cuentas. Ellos son los que dirimen los conflictos de la región. No hay jueces de la republica ni policías (acostados… mucho menos).
¿Quién gobierna aquí?, el Estado lo sabe y la población también. Aquellos que hacemos parte de ciudades como Bogotá ignoramos la existencia de lugares como este. Sus pobladores prefieren mil veces ser gobernados y controlados por las disidencias a tener presencia de la Fuerza Pública. Según ellos, es preferible encontrarse a un guerrillero armado a toparse con un militar.
Se rehúsan a tener presencia y ayuda del Estado; les asusta el solo hecho de percibir un helicóptero cerca al techo de sus casas. Los puentes, que están en las carreteras veredales, elaborados de forma rudimentaria con madera, fueron construidos por las diferentes asociaciones (en el caso de San Juan de Lozada: ASCAL) y apoyados por los grupos armados de la región. Entre la gente se rumora que ha sido más lo malo que ha hecho el Estado que lo bueno. Y es que en estas zonas del país (como en las veredas Guayabal, La Cristalina, Getsemaní, Pueblo Arrecho, Playa Rica, etc.), se han asesinado campesinos y campesinas por parte de las Fuerzas Militares. Se han amedrantado a sus cuerpos.
La zona, por muchos años, fue liderada por los guerrilleros del Bloque Oriental, al mando del ‘Mono Jojoy’. Hoy es manejada por las disidencias de las FARC. San Juan de Lozada abre sus puertas con un puente de hierro color rojo y amarillo tierra que impide caer en las profundidades del río San Juan, y termina en una panadería en donde venden unos ricos cruasanes a tan solo mil pesos. Es un pueblo que no supera las seis cuadras. Tiene una cancha sintética de fútbol en la que niños y adultos juegan de vez en cuando uno que otro picadito apostando la gaseosa o plata (obviamente aproveché para jugar).
Un domingo en San Juan de Lozada está hecho para resucitar entre los muertos. Las tiendas suelen estar llenas de hombres —entre los que se encuentran muchos guerrilleros— que van en busca de unas frías. Se escuchan al unísono varios de ellos cantando El guerrillero del Charrito Negro. Como a cualquiera, a pesar de las intensas miradas —y de la sensación de estar vigilado— se le pega la aguja. Termina uno, también, entonando dicho tema musical, en medio del abrasante calor del pueblo.
Su economía tiene venta, producción y comercialización de productos veterinarios. También hay ferreterías, venta de motos, hoteles, residencias, hostales. Así mismo, en el pueblo no se pierde ni un lapicero, puesto que quien se atreve a cogerlo debe asumir las consecuencias, incluso con su propia vida (un sistema penal arcaico) dependiendo de la gravedad del delito. Para desgracia de los ateos aquí llegó Dios primero que el Estado —como en el génesis de todo—. En San Juan de Lozada hay una iglesia pentecostal y una pequeña parroquia llamada «San Juan Bautista». También se ven muchas camionetas ostentosas que recorren el pueblo. Se ven hombres y mujeres de piel dorada por el abrasante calor que permea cada pequeña cuadra del lugar.
Este viaje al corazón de uno de los proyectos más ambiciosos de las FARC es una experiencia abrumadora. Este es un lugar que intentó ser más que un municipio, ya que se evidencia una economía aparentemente sólida (por eso me impactó y decidí escribir algo sobre él).
Aquí hay que activar todos los sentidos, no mirar mucho a la gente ni generar conversaciones innecesarias con quien no se debe. Algún día el Estado, el de las ciudades, sabrá que en estos lugares no hay constitución ni ley, pues la ley la han impuesto los que sí generan presencia en el lugar. Para bien o para mal su «sistema jurídico y cultural» les funciona; no obstante, es necesario empezar a generar diálogos con la comunidad y con los grupos armados de la región, debido a que el control de estos territorios no puede seguir estando bajo las disidencias.
Finalmente, para cerrar, en la vereda Getsemaní (uno de los lugares que visité) estuve en una escuela en donde el entretenimiento de sus estudiantes era en una pequeña cancha de fútbol y, así mismo, hallé un teléfono público que tal vez no sirva para nada, o bueno, solo para que los niños de la escuela jueguen con él después de asistir a clases —las cuales ven debajo de un árbol—. Sin embargo, pienso que este artefacto también refleja esa disonancia entre Estado y población. Aquí, entre el Meta y el Caquetá, colgaron el teléfono y nunca más se volvieron a comunicar.