Columnista:
Daniel Riaño García
«En el mundo están ocurriendo cosas increíbles», le decía a Úrsula. «Ahí mismo, al otro lado del río, hay toda clase de aparatos mágicos, mientras nosotros seguimos viviendo como los burros».
Frank Safford y Marco Palacios señalan —en su obra Historia de Colombia: país fragmentado, sociedad dividida— que Gabriel García Márquez advirtió características importantes de la geografía histórica del país. La principal de ellas es que los primeros asentamientos en el territorio colombiano fueron producto, en muchos casos, del azar y de la búsqueda de tierras fértiles y habitables. Sin embargo, en Cien años de soledad, el escritor del realismo mágico relata sobre la fundación de Macondo un suceso que refleja el flujo de migraciones y la intrincada geografía de la zona:
«En su juventud, él y sus hombres, con mujeres y niños y animales y toda clase de enseres domésticos, atravesaron la sierra buscando una salida al mar, y al cabo de veintiséis meses desistieron de la empresa y fundaron a Macondo para no tener que emprender el camino de regreso».
Asimismo, uno de los personajes principales de La hojarasca, Isabel, describe la forma en que la guerra ha afectado la estabilidad en las zonas rurales: «Me habló del viaje de mis padres durante la guerra, de la áspera peregrinación que habría de concluir con el establecimiento en Macondo. Mis padres huían de los azares de la guerra y buscaban un recodo próspero y tranquilo donde sentar sus reales y oyeron hablar del becerro de oro y vinieron a buscarlo en lo que entonces era un pueblo en formación, fundado por varias familias refugiadas, cuyos miembros se esmeraban tanto en la conservación de sus tradiciones y en las prácticas religiosas como en el engorde de sus cerdos. Macondo fue para mis padres la tierra prometida, la paz y el vellocino».
Helena Saba expone que, en El coronel no tiene quien le escriba, obra terminada en el París de los años 50, García Márquez describe un Macondo similar al de La hojarasca, sin embargo, la principal característica de esta es que el pueblo y su protagonista están anclados en el tiempo: «Un momento después apagó la lámpara y se hundió a pensar en una oscuridad cuarteada por los relámpagos. Se acordó de Macondo. El coronel esperó diez años a que se cumplieran las promesas de Neerlandia».
La imponente cordillera que atraviesa el país no solo ha influenciado en las costumbres de las diferentes regiones. Adicionalmente, ha promovido la escasez y dispersión de la población, dificultando el desarrollo de las vías de comunicación y la integración económica. El escritor caribeño narra en su obra cumbre que José Arcadio Buendía ignoraba por completo la geografía de la región. Las primeras zonas habitadas se conformaron, similar a Macondo, como pequeñas aldeas de casas hechas de barro, cañabrava o bahareque, construidas usualmente en la cercanía de afluentes que permitían a sus habitantes abastecerse de alimento, al tiempo que se resguardaban de los depredadores.
Los ríos comunican y dividen, mientras que las montañas solo dividen. La cordillera de los Andes ha acentuado la diversidad de las regiones y ha dificultado la presencia estatal (aunado a muchos otros factores). Desde la abrasante Guajira hasta la fría capital el país ha estado marcado por la división cultural y administrativa de sus territorios.
Macondo no es otra cosa que la constitución de una estirpe que floreció remota y olvidada en la periferia. Sus fundadores llegaron huyendo de la guerra, buscando la salida al mar, quedándose atrapados entre el tiempo de cada río y cordillera. Hombres y mujeres que crecieron creyendo que detrás de cada montaña se erigía un extraño y mágico mundo.
El ruido, la furia, las aglomeraciones y los grandes edificios: sol y lluvia. La humedad, altas temperaturas, el frío, la vegetación. El barro, las trochas y las bestias. Cafetales, arroz, flores. La guerra y la sangre de aquellos que agonizan en el alba. En la diversidad del territorio se halla la belleza de un país que no ha podido reencontrarse. En Colombia ha cruzado inmarcesible el polvo de la guerra, devorando todo a su paso. Macondo es la historia que no se debe olvidar, el pequeño universo creado por el cataquero y el fantástico universo que coexiste con la cotidianidad de la Colombia periférica. La paz, la memoria histórica y el fortalecimiento de la presencia estatal, en aquellos macondianos lugares, son el camino para evitar la miseria, la repetición y la decadencia de la estirpe de la Colombia rural.